—A ver, ¿cuánto cuesta Messi?
—Más que Cristiano.
—¡Qué va!, ¿ya tú viste el último carro de Cristiano?
Así pudiera terminar o iniciar la inacabable polémica que ya no mide quién de los dos jugadores de fútbol lo hace mejor en la cancha, sino el número bancario con que compran alma, vida y corazón de las estrellas de dicho deporte. El mercado procede así, cosifica lo que está vivo, le da una etiqueta, proporciona o quita, pero al final siempre el contenido queda en manos del dueño del negocio.
Cuando ocurre uno de esos goles sensacionales y las cámaras de las televisoras enfocan a un conjunto de ancianos gordos y de traje en el público, nos están diciendo “vean, estos son los amos de todo el ruedo, los realmente ganadores y talentosos”. Lo demás lo ponen las revistas estilo ¡Hola!, con el cotilleo cotidiano de los seudo periodistas que se desviven por la última foto de los abdominales de Cristiano, un seno de su mujer o una selfie de Messi en el baño de su casa.
Pareciera que a los cubanos, que hemos sido una potencia deportiva, se nos vende no ya la tradición del fútbol (lo cual es válido), sino un mercado otro que viene a salvarnos de quedar huérfanos, desfasados, tontos. La televisión internacional está llamada a inundarnos, con sus planos espectaculares sobre el consumo desaforado de los públicos, los anuncios de marcas multimillonarias, la fiesta donde no parece haber nada serio, nada feo, ni siquiera preocupaciones.
Hace unos días chateaba vía Facebook con una amiga del Perú, quien me narró cómo los medios de su país, papagayos repetidores, acallaron las protestas callejeras contra el gobierno y sus medidas impopulares a través del uso disuasivo del Mundial de Fútbol. Hasta el indulto a Fujimori pasó por alto para esos periodistas, más encarados con lo banal que con lo carnal. “Es que existen madres peruanas pobres, que venden a sus hijos adolescentes a los dueños del fútbol”, dice mi amiga.
Es bueno hacer deporte y también contemplarlo, deviene parte de la cultura, de los ejemplos que como civilización dejamos, de nuestra huella. ¿Hasta qué punto la industria del fútbol olvida dicha esencia, nos vende imágenes trastocadas entre jugadores famosos y linduras del oficio? Hay mucho dinero invertido en ese artefacto de abalorios, demasiado como para echarlo por la borda.
Recuerdo, cuando pequeño, el Mundial de Fútbol de Francia 1998, cuando el equipo anfitrión le ganó a un Brasil que -sospechamos muchos- se dejó abatir. Desde días antes estaban listas las cajas de mercancías con la primicia de que el equipo galo era el campeón, eso nos muestra los vínculos inter-mercado que funcionan con más fuerza que el deporte mismo. De hecho, se considera a los atletas de alto rendimiento como los esclavos mejor pagados de la historia, una especie de gladiadores que pertenecen a la firma que los “compró” y así deben obedecer, so pena de que caigan en desgracia en ese universo dominado por el capital.
Siguiendo con Facebook, cuando unos meses atrás hablé en mi muro del asunto Real Madrid versus Barcelona, Cristiano Ronaldo contra Messi, saltó alguien que decía conocer a uno de dichos jugadores y justificó la excentricidad y la locura alardosa del mismo porque “antes era pobre”. Todo apunta a que la condición de pobreza no viene de las relaciones de producción, sino que, como siempre intenta el capital, surge como un acto mágico. Así los dueños del Madrid son elegidos por una entidad, mientras que Manolo el del Bombo no es más que un seguidor modelo, de un sitial más modesto.
La valla de gallos que es el fútbol internacional ha llegado al paroxismo de montar una especie de puesta en escena constante, de forma que a lo largo del año usted esté enchufado a una liga diferente, a un cotilleo distinto, a una vida virtual. En dicho promontorio, donde ya no caben casi las figuras de Pelé o Maradona, lo más importante es vender belleza, triunfo, alegría, riqueza. Se trata de un mundo que menciona el racismo de soslayo, que propende a eliminar ataduras humanas reales y crear otras que respondan a la corriente dominante del mercado.
Cuando salió al aire el programa De Zurda conducido por Víctor Hugo Morales y Maradona, de pronto el rating de audiencia de Telesur subió, pues no se hablaba sólo de marcas de tenis, de pectorales o de carros modernos. El discurso refractario de ambos amantes del fútbol cayó mal a la Federación de dicho deporte (FIFA), pues reiterados fueron los llamados a la ética profesional, así como el dedo en el yugo del mercado, ese que banaliza hasta lo más nimio.
Competir contra la verdad no es algo que se le dé muy bien al capital, así que había que presionar para que De Zurda no saliese, además, muchos chicos ya lo estaban viendo con asombro y despertaban del letargo. No es la primera vez que los dueños de los canales fijan su atención cizañera en las televisoras alternativas y estatales. Así que ahora, hoy, la competencia de la maquinaria contra cualquier forma de discurso es súper fuerte, ya no se trata de equipos, de rivalidades viejas, de tradiciones, sino de dos marcas, dos tipos, de una bipolaridad Messi-Cristiano.
Allá quien crea en cuentos de camino o de mercado o quien sea bipolar.
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