Se puede decir que en Cuba hay una vida pictórica silvestre, que los colores y las formas nos son consustanciales como nación desde la esencia más iniciática. Sólo hay que echar un vistazo a las cuevas, donde están los primeros documentos de la existencia del hombre en estas islas, para encontrarnos con un mundo de figuraciones.
A la vez, muchos artistas plásticos cubanos han practicado la comunicación trascendente, a través de las letras, la oralidad y la actuación. Hay un todo que nos define y que compone la paleta del archipiélago, una especie de misterio que todos pueden contemplar a plena luz del día, una rara joya que nadie esconde en estos lares.
La manía por exponer, por exponernos, nos viene de mucho antes que la vida cultural al estilo civilizado. Son herederos de aquello los fundantes de las vanguardias plásticas, aquellos que luego abrieron el Salón de Mayo o que llenaron la acera de la Rampa habanera de huellas que aspiran a ser eternas.
Una Bienal de las Artes como la que invade La Habana, no solo cambia las lógicas culturales por un tiempo, sino que integra la dinámica de una vida cotidiana. Lo expositivo, que está en la raíz de la nacionalidad, retorna a un primero plano y nos recuerda que hay modernidad y tradición entre nosotros.
Muy caro resulta mantener el ritmo de la Bienal, porque su ocurrencia es mastodóntica, pero vale la pena que mantengamos a la capital como ese sitio de culto, especie de Babel de las artes adonde dirigirnos como referencia. Todo artista y amante del arte que se respeten irá hacia esa Meca alguna vez, tratará de interactuar críticamente con obras y autores y de participar en el conjunto.
En esas exposiciones, se expande de forma paralela nuestro espíritu crítico y apreciativo, abonamos por otras décadas la vocación por las artes y lo sensible. Entonces, la realización, aunque a veces dispersa, de necesario cronograma, se mantiene en un tiempo similar al de nuestras eras como país.
La Bienal es enciclopedista, como la mayoría de las cosas que construimos junto a la modernidad, hunde sus raíces en el todo de la cultura y extrae lo más selecto y mejor. El espacio va más allá de las distancias físicas y asume su real naturaleza de un ser único, habitado de forma efímera por formas vivas. Tras exponer, los artistas sienten que traspasaron algo más que la barrera publicitaria.
Imitarla o construirle un ser paralelo a la Bienal no solo es una apuesta por la fragmentación de la cultura cubana, sino un falso desafío que hasta ahora se propone aupar figuras más o menos conocidas y de dudosa calidad. Lo que realmente hace grande al evento, a la Bienal, es su originalidad y el deseo de conjunto que se siente en medio de las áreas expositivas, donde convive un Fabelo con la tesis de grado de cualquier estudiante del Instituto Superior de Arte.
Esa vocación didáctica y democrática que no claudica ante la mediocridad ni la concesión, es el núcleo de la vida pictórica en cualquier latitud. No se trata de poses ensayadas ni de meditaciones filosóficas, sino de una postura de entereza. En Cuba hay quien se sacrifica para pintar y exponer, también para irse a la Bienal. No vale, pues, imponer cánones o auspiciar espacios privilegiados que le resten espacio a la institución.
En la antigua provincia de Las Villas estaba el dibujante y escritor Samuel Feijoó, integrante de un grupo de artistas que, siendo “del interior”, jamás perdieron lustre, ni se vendieron por un viajecito. El carácter contestatario de aquellos plásticos aún se siente entre las filas de los autores villareños, algunos de ellos ya residentes en la capital y que engrosan la nómina de pesos pesados del arte.
Ejemplos como esos, también como el de Antonia Eiriz, encienden la alarma cuando vemos cierta oleada de arte complaciente que -¡sorpresa!- no cree en espacios como la Bienal o el sistema expositivo cubano. Hay quien se llama artista y pinta aquello que sabe que “se vende”, a la vez que obvia la coherencia de un discurso propio.
La propia Eiris es en sí misma un gran referente de resistencia, no solo por su discurso plástico, sino por su consagración como artista al diálogo exigente desde la vanguardia. Todo hecho sin concesiones y contra muchos vientos y mareas.
Muy al contrario, contamos con advenedizos con más vocación de viajeros que de plásticos, que aprenden primero idiomas que a usar el pincel. Y en esa ciénaga de negocios se pierden, entre representantes y aspirantes a críticos. Propio de este momento es el dinero con su poder despótico, un fenómeno de fetichismo de la vida que algunos "artistas plásticos" no comprenden.
Hacer una exposición, exponerse, implican al artista y su obra. El discurso, si es light, vendible, pasará rápido, como los vuelos al extranjero. Pero si se trata de una propuesta renovadora, lo más seguro es que se necesite de la Bienal y su sistema, de la promoción consciente, de los críticos formados en la academia diáfana.
Exponer es exponerse, una participación en el sentido de la cultura que no deberá ser nunca pasajera, menos aún plagiadora o de pacotilla. No se hizo la Bienal para diletantes, menos para mercachifles. No se hizo la miel para la boca del asno.
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