Todos en algún momento somos Don Quijote, la afirmación pareciera reiterada, mas está repleta de un significado complejo, libresco, porque Don Alonso Quijano fue quizás el primer apolíneo desaliñado de la historia, donde iban tantos hombres juntos. Frente al Cid, las órdenes de caballería, la España otrora dueña de medio mundo; se irguió la figura apenas galopante de un personaje que ya existía en el seno social, en esos momentos en que el autor, Don Miguel de Cervantes, analizaba su vida misma en medio de la suciedad de un frágil imperio, cuya capital era llamada “villa de Madrid”, mientras que a otras urbes en el Nuevo Mundo ya se les daba el apelativo de ciudad.
De manera que el Quijote, o Ingenioso Hidalgo, pertenecía a la clase noble devenida a menos, la que no fue a la América, sino que se quedó en Europa para sufrir los efectos de la bastardía del pueblo español, esos que siglos después inmortalizara Francisco Goya en sus famosas estampas sobre la vida cotidiana, en aquellos burlescos donde aparecía lo mismo un macho cabrío, que un montón de brujas, que el pueblo enterrando a la sardina, la cual “se ha comido al tiburón”. En el libro está la conciencia de la grandeza humana en medio de la precariedad espiritual y material, es un haz de luz entre la maleza del momento, etapa en que vendría un Rey Hechizado y se llenarían las cortes de supercherías, todo tan extravagante, que Cervantes se burlará infinito.
¿Y por qué, “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” es el clásico representativo de nuestra lengua, como lo es el “Hamlet” de Shakespeare en el inglés? En ambos está algo llamado arquetipo epocal, al punto en que se habla de cronotopos literarios bien propios y definidos a partir de la popularidad de dichas obras, ¿ser o no ser?, eso pudo preguntárselo también Don Quijote, sin embargo, en medio de lo agreste, de lo podrido que había en España, él tenía obligatoriamente que ser. En cambio, el loco Hamlet, el neurótico, se plantaba en las encrucijadas de la vida como un pigmeo, frente a la gigantez de las decisiones. En ambos está el hombre real, el que sueña, el que aspira, el que monta su propio tinglado alternativo frente al teatro oficial de la vida.
Ambas lenguas y actitudes marcarán la división del mundo occidental, el heroísmo versus la praxis más descarnada, el optimismo ciego contra una pesadez del ser, sur contra norte, etc., la América Latina vendría siendo quijotesca y la anglosajona, hamletiana. El ser de los desposeídos tiene que ser, so pena de no existir jamás, mientras que el del norte ya está hecho, solo le resta recuperar y expandirse. En Meditaciones del Quijote, José Ortega y Gasset, ese que pensó la España ya nunca más imperial, comparó entonces a Don Alonso Quijano con Madame Bovary, de manera que los sueños de ambos son intercambiables, solo que uno representa un ideal mucho más perenne, mientras que Emma ponía su dedo sobre el mapa de París, para imaginar los lujos que como provinciana se estaba perdiendo. En tal sentido, hay un hedonismo que le es ajeno al Quijote, quien veía en una simple campesina a la más bella princesa, y en su enjuto animal al corcel Rocinante, capaz de salvarle la vida a su amo. Madame Bovary se envenenó, desengañada, pero Don Alonso despertó en medio de la mayor lucidez de la muerte, con un Sancho que se había quijotizado, el ideal seguía su curso, mientras que no hay contenidos reales en la apatía de la clase de Emma, típica media burguesía que aspira a lo alto y desprecia la justicia social a menos que se le favorezca.
Hay muchos Quijotes en el sur, que no tienen otra salida, apenas escriben desde una laptop, tienen poco internet y sus casas no están climatizadas, tampoco exhiben un trono que deban reclamar, hay bastardía en la América Latina. El norte es más de linaje, ya sea inventado o real, no en balde los grandes escritores estadounidenses buscaron en sus inicios sus referentes en la Europa del Romanticismo, parado sobre Alemania, supo escribir Poe esos cuentos donde hay más de sí mismo, de su propia bastardía como hijo adoptado por un hombre de clase media que luego lo despacharía.
Fue en la “villa de Madrid” donde se derrumbó la grandeza de España, mucho antes de los cañones norteamericanos en la bahía de Santiago de Cuba, hundiendo la escuadra de Cervera, pero este último, español, sureño en fin, no dejó de salir al encuentro con aquellos que reclamaban para sí el linaje de los conquistadores. Don Quijote tiene que inventarse a sí mismo, mientras Hamlet ya existía antes de nacer, en el trono mismo del padre estaba marcada su sangre de sucesor. De manera que en él es el ser que divaga, mientras en el Quijote es el ser que es. No importa que muera Don Alonso, de hecho, se trata del pasaje quizás menos reseñado de la obra, frente a otros como cuando se enfrenta al león y lo vence, sin que haya combate, o aquel famoso de los molinos.
Goya pintaría a España, el Greco al Quijote, y la imagen que tenemos del personaje pertenece a ese manierismo alargado, flaco, sin apariencia, donde las esencias deben mostrarse en los hechos, por su parte Hamlet ha sido interpretado por cientos de miles y de diversas formas, su castillo y la escena de la obra de teatro son autorreferenciales del linaje real. La hidalguía del Quijote sería, luego de publicada la más grande novela jamás escrita en castellano, la de los hombres buenos que en su sana locura están enfermos para siempre de amor y lucha por la justicia.
La enfermedad de Don Alonso se contrapone a la lucidez divagante de Hamlet, y hoy nos queda o lo uno o lo otro, o nos damos nuestro ser o dejamos que otros nos aporten un cierto linaje. Lo más hidalgo está en la elección de lo primero, aunque haya miles de molinos, gigantes, brujos e inventos medievales.
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