Los grupos portadores de tradiciones tienden a ser esa parte de la sociedad que proviene del arraigo más profundo, dicho proceso solo se hace posible a través de la interacción clasista y la expresión, simbólica, de las tensiones y energías ancestrales. Tomemos el ejemplo de la música campesina tradicional, la cual no puede concebirse sin la identidad del guajiro cubano, quien a su vez expande todo un universo de imaginarios y existenciarios donde lo mismo está la alegría ante la cosecha que la tristeza porque no sale la luna llena o hubo mal tiempo. Viene a mi mente el famoso cuadro del remediano Carlos Enríquez, “Campesinos felices”, donde a más de la fachada física del grupo, vemos el verdadero rostro existencial a través de turgencias y lucidez.
Portar una tradición es vivirla, convertirte en ella, no se trata de una opción, sino de la única manera de asumir auténticamente el estar en un sitio y pertenecer a determinada comunidad. Lo posmoderno, con su fragmentación de verdades y la suspensión del nivel de credulidad, ha puesto en jaque a los grandes relatos. Lo tradicional, por su raigambre de ancestros, forma parte de la historia como esencia y finalidad, como telos, dirían los griegos, y cuando muere ese pedazo, cuando finiquita, entonces desaparece el grupo portador y la tradición se convierte en un trazo. Ya nadie sabe en verdad cómo eran las fiestas báquicas, porque murieron sus grupos portadores.
Entonces, cuando hablamos de la importancia de las ciencias humanas, nos estamos refiriendo a la validación académica de aquellos centros que antropológicamente emanan cultura, más aún si se trata de grupos populares que de por sí muchas veces no están conscientes del tipo de importancia que encarnan. La universidad está para proteger y financiar aquellas investigaciones serias que rescaten el habla, la escritura, la música y la vida en general de grupos que mediante su expresión se tornan tradicionales.
En un mundo marcado por la mediación del mercado, que se presenta siempre como el lobo de la caperucita, resulta peligroso que se vaya perdiendo algún elemento esencial de estas actividades. Ya se sabe que los Carnavales de Río de Janeiro no solo dejaron detrás en grandiosidad a los de Salvador de Bahía, sino que son objeto del bombardeo estupidizante, de eso que José Pablo Feinmann en su libro Filosofía política del poder mediático llama la culocracia, o sea, la banalidad de la banalidad. La mediación del mercado, que aparece como salvador encubierto de oropeles, termina mandando y aplanando al grupo portador que de por sí no genera ganancias, a no ser que entre en el ruedo de la compra venta y la famosa ley de los picos mercantiles.
Vivo en una ciudad que ha emanado tradiciones hacia todo el país, principalmente una de las tres fiestas populares cubanas: las parrandas. Allá hacia 1820 y tantos existían en Remedios ocho barrios que salieron cada diciembre a hacer bulla, luego se juntaron en dos: San Salvador y El Carmen, cada uno con su imaginario, colores, sonidos, tipo de comportamiento, aspiraciones, pero expresando una manera, un hacer genuino. De todo aquello, pronto a cumplir 200 años, queda bastante poco.
Vive el amor por un gallo simbólico o un gavilán, un color rojo y uno carmelita, pero todo el mundo sabe que el grupo portador no hace ya las parrandas. La carencia de un mecanismo esencial e impecable que ayude a estas personas que aman y sufren las parrandas ha hecho que el fenómeno caiga en el remolino del mercado negro cubano que, se sabe, existe y tiene exactamente las mismas leyes que el mercado a cielo abierto. Así, han pasado por las presidencias de los grupos portadores seres a quienes las fiestas les importa un comino, ya que lograron su objetivo de enriquecerse a la sombra de una parranda cada vez más mustia, donde elementos que no “dan dinero” van desapareciendo (los faroles, el repique desde el mes de septiembre, la variedad en el fuego artificial, la colección de banderas y estandartes, la música y un largo etc.). Las parrandas de Remedios, como las de todos los pueblos de la región central, cada vez dependen menos de los grupos portadores y más del capital privado.
Hay buenos ejemplos de cómo, mediante la modernidad, se puede rescatar el viejo relato de una tradición. La Asociación Hermanos Saíz logró sacar de la sombra a las Romerías de Mayo, una tradicional peregrinación y fiesta que, sin perder el sabor de su lejanía, ha incorporado elementos de novedad, prescindiendo de las “bondades” del mercado y más bien sirviéndose de la sana comercialización para que la ciudad de Holguín tenga un momento en el año de vida intensa y dinámica sociocultural.
Los grupos portadores por sí mismos, debido a su ingenuidad, no pueden salvar una tradición, ellos la fundan y la aman, pero toca a los centros de estudios clasificar, conservar y velar.
En Remedios existe un Museo de las Parrandas dedicado a esa labor, pero se ven en aprietos cada vez que deben explicar cómo se financian las fiestas, ya que el antiguo método de pedir dinero con una conga por las calles murió allá por la década de los 70 del pasado siglo, cuando se instauró el gigantismo y el mercado en las lógicas internas de las parrandas.
Mientras haya humanidad y ciencias humanas que la estudien existe esperanza, lo duro, lo áspero, está en vencer los escollos poco claros del mercado negro o a cielo abierto que nos quiere rebajar, haciéndonos ver que eso, comprar y vender, es la esencia de la vida y no la diversión, lo ingenuo, el color y la música. Quizás, si no seguimos una lógica humanista, nuestros grupos portadores terminen con el rostro temible de los “Campesinos felices” de Carlos Enríquez. Crucemos los dedos y de paso aludimos una vieja tradición más.
Pedro Adolfo
30/5/18 10:30
Un articulo con contenido y forma impecable. Salido del alma. Los remedianos tendrán que concientizar ese problema, enfrentarlo a los niveles y grupos que sean, e ir cambiando las cosas poco a poco o de "a viaje"; porque las parrandas tienen que seguir existiendo en sus esencias populares.
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