Muchas veces vemos que los símbolos de un país, lo que queda, está contenido en sus monumentos, de manera que no podemos concebir las antiguas civilizaciones sin que se acuda a las ruinas griegas, romanas, egipcias, incaicas, etc. Allí la escultura, como en todas las culturas, no solo tuvo un valor ornamental sino de testimonio, de manera que las costumbres, pensamientos y acciones quedaban plasmadas con genialidad en el gesto del artista impreso en la obra. ¿Qué es el Discóbolo sino una muestra fehaciente del espíritu helénico de superación y belleza?, ¿y el David, de Miguel Ángel?, a la vez que encarna el rescate de la gloria y la belleza, da fe de un renacimiento pletórico en conocimientos universales y humanos.
Nuestra raza es icónica por naturaleza, una de las formas, además de la literatura, ha sido la de dejar constancia monumental de su paso por esta tierra, y sea de manera consciente o inconsciente, todas las culturas proceden así, de manera que la historia completa es una conversación con estatuas, las cuales, ya lo dijo José Martí en “Sueño con claustros de mármol”, parecen hablar, moverse. Ellas, esculturas monumentales, representan los estados de ánimo de una época. ¿Acaso no quitaron a Fernando VII y colocaron a Carlos Manuel de Céspedes en la otrora Plaza de Armas de La Habana no bien nació la República? Las alegorías también hablan, dialogan con los hechos, allí está el complejo de figuras y de edificios de la Habana Vieja, sobre todo las monumentales estatuas del Capitolio, formas que por sí solas son hoy nuestro renacimiento.
La estatua del Rey Borbón Fernando VII, obra del escultor Antonio Solá, ocupó este lugar en el año 1834. El Ayuntamiento habanero, acordó en el año 1923 darle el nombre de Plaza Carlos Manuel de Céspedes, a la vez que diferentes instituciones abogaron por el desplazamiento de la antigua estatua y la colocación en su lugar de la del Padre de la Patria (Foto: Habana Radio).
Ahora bien, ¿qué sucede cuando se pierde ese diálogo con el pasado que hay en la escultura monumental?, pues no solo se echa de menos la parte espiritual sino que se tiende a destruir el propio patrimonio físico, aún recuerdo muchos ejemplos de esto. Una tarde cualquiera, mientras hacía mi servicio social en la emisora CMHS Radio Caibarién, hallé a un grupo de adolescentes jugando a enganchar una cámara de bicicleta en el cuello de una estatua a María Escobar Laredo, importante patriota mambisa, líder de la conspiración en la zona, amiga de Gómez. En Remedios existe un monumento, uno de los tantos, hecho al General José Miguel Gómez, otrora presidente de Cuba, que está irreconocible y, en lugar de ostentar el rostro del mandatario, tiene superpuesto un busto del patriota y mártir Alejandro del Río, sin rótulo que lo identifique. Así, el caudillo republicano y malandrín de José Miguel (Tiburón) se escabulle en la piel de un ángel.
Los disparates se tornan cotidianos y hasta olvidadizos cuando hay desidia, desinterés por la historia, falta de cuidado sobre el patrimonio; tenemos que hacer cuenta de que esta juventud tecnificada no entiende ya que el Benny deba estar eternamente en el Prado de Cienfuegos, a menos que se lo expliquemos en su lenguaje. ¿Cuántas veces no se robaron los espejuelos de John Lennon en La Habana, hasta que se los soldaron a la estatua?, ello fue una muestra del desinterés de no pocos por respetar uno de los pocos íconos a la paz y a los Beatles que hay en América Latina, símbolo por demás de la contracultura de la resistencia.
De nada nos vale hacer estatuas si luego no dialogamos y hacemos extensiva la conversación a los más jóvenes, porque la historia hecha monumento, ya lo vimos, está para la posteridad o al menos aspira a perpetuarse más allá de las manos que las moldearon y los primerísimos ojos que observaron nacer la conversación. Pocas estatuas hay de la libertad tan expresivas y propias como la de Remedios, sin embargo, esta joya, que representa a la alegoría pisoteando un yugo colonial y unas cadenas esclavistas, cortadas con su espada, poco importa a muchos de los más noveles, quienes se sientan en sus alrededores para conectarse a la zona wifi. Algunos me han espetado a la cara que quién es esa, mientras, el deterioro carcome a esta figura de mármol, encargada a la exposición universal de París de 1900 por los patriotas remedianos.
Detrás de cada figura hay una historia imprescindible, pero, indiferencia tras indiferencia, podremos sepultarla en escombros. Es como si a Europa dejara de importarle la Columna de Trafalgar, El Pensador de Rodin o la Puerta de Brandemburgo. Recordemos cómo Polonia levantó Varsovia de la nada, a partir de fotografías, después de la Segunda Guerra Mundial, con el solo prurito de rescatar la gloria y la historia de todo un pueblo avasallado y arrasado por el enemigo brutal, odioso, que quiso desaparecer razas y culturas. Cuando se dice que hay que salvar la historia, el clamor se hace más por el presente y por el futuro que por el pasado mismo, pues lo sucedido no puede cambiarse, pero sí aprovecharse u olvidarse para mal.
El mundo se pondría al borde de otra locura racial si olvidara y cerrara los museos del holocausto judío, por ejemplo, o los muchos monumentos hechos ante tal locura, los diálogos resultan imprescindibles.
Cuba, por ejemplo, retiró el águila del Monumento a los Muertos del Maine, pero reconoce la hidalguía de los marineros y ha dejado que reposen junto a las aguas los ángeles y los cañones rescatados del buque. Una cosa está clara, los monumentos retratan la historia como si fuese un negativo, nos toca a nosotros el constante retoque a través de labores de salvamento, memoria, recorridos, estudios, relecturas de la historia, etc.
Hace unos años se publicó un libro sobre La Habana con historias que se desarrollan en escenarios icónicos, lo mismo acontece en el cine, y recuerdo las escenas de La vida es silbar de Fernando Pérez o su inolvidable Suite Habana; son maneras que tienen los tiempos de llegarles a los grandes públicos, esos que quizás no estén sensibilizados del todo y pudieran estar jugando con una cámara de bicicleta y el cuello de los leones del Paseo del Prado.
La historia de Cuba, que cabe en poco más de medio milenio, no debe ni puede caer en la escombrera universal, y sobran ejemplos de la indigencia en que se hallan no pocos sitios históricos de la capital y del interior, lugares que, si no son objeto del turismo, dejamos a la deriva.
Nuestro interés por salvar la historia no deberá ser solo monetario, pues si por ese camino vamos, tanto los guías como las compañías han falseado los hechos para hacerlos o más tremebundos o más vendibles, sin importar el resto del daño. Pienso en que el respeto por una diáfana y sana conversación con las estatuas es el mejor antídoto ante el olvido, la decadencia, la mercancía barata y la mala voluntad de no pocos desinteresados.
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