La familia Capa recorre una carretera boscosa, es hermoso el paisaje. Los niños cantan colmando el vehículo de alegría y felicidad. Sus padres los escuchan, sonríen, son receptivos con esa algarabía infantil. Se miran, son contagiados por la felicidad. Aquí sus reflexiones son casi olvidadas mientras el carro se mueve. Obvian sus problemas íntimos. Llegan a su destino, como quien llega a la mayor experiencia de su vida, una pequeña porción de paraíso.
Así comienza la última entrega cinematográfica de M. Night Shyamalan (The Sixth Sense, Signs, Lady in the Water). En este principio ya entrados en el característico mundo de este director, descrito en breves palabras por este cinéfilo, están los principales preceptos que conforman esta película. Un hermoso paisaje captado por una meticulosa fotografía que no solo nos enseña las bellezas de la naturaleza y el oasis que han sido capaces de encontrar los personajes, también desarrolla las torsiones que presenta la trama en cada una de sus puestas en escena y de las atmósferas dicotómicas en donde el tiempo es protagonista.
Una familia que sí, de hecho, tiene la mayor experiencia de sus vidas en una pequeña porción de paraíso tropical que resulta ser un anillo más del infierno aquí en la Tierra. Bueno, en la ficción que el director fue capaz de recrearnos.
La historia radica dentro del disfrute de un servicio personalizado perteneciente a una institución turística de excelencia (a la cual se accede por misteriosas vías) y hermosos paisajes, un grupo de individuos (pre – seleccionados por sus condiciones físicas y mentales al desconocimiento de ellos en un primer momento), entre los que se encuentran la familia Capa, son llevados a una isla preciosamente increíble, donde su mayor problema – bufonescamente dicho – es el tiempo que corre a un ritmo diferente. Descubierta, según se cuenta, como un encantador pasaje de Julio Verne durante El Viaje al centro de la Tierra, la cual se caracteriza por avejentar a las personas una vida en un día. Con este dato se desencadenan los acontecimientos y las luchas externas e internas de los personajes. Mientras lidian con el apurado paso del tiempo y el crecimiento inmediato de los más pequeños (por cuestiones visualmente naturales), buscan la forma de darle explicación a dicha situación y, por ende, como salir de ese embrollo.
Con esto se desarrollan todos los índices de supervivencia al que el ser humano se ha enfrentado a lo largo de su historia como prueba sintetizada de ello: la resistencia del más fuerte, la capacidad del más inteligente y la dicha del más suertudo en un ejercicio de selección natural con pinceladas de desesperación; y más estos personajes que son afligidos por su condición de salud que aparentemente no son tan graves al desarrollo de la cinta, pero si al paso del tiempo. Aquí se vislumbra superficialmente los matices de la sociedad y sus parámetros como en un experimento de corta tasación y comportamiento. Más allá de que al final de la trama se nos devele e intenten convencernos de que era un experimento en realidad (a manos de la compañía farmacéutica Warren & Warren – tomen nota que se olvida -), supuestamente, por el mismo bien de la humanidad y, no, para el empoderamiento comercial de un nuevo recurso (sea en este caso alguna cura a una determinada enfermedad): “El sacrificio de uno puede salvar a miles”.
Shyamalan desarrolla este argumento, digamos como un intento de reivindicarse tras el fracaso mordaz que le fue Glass (2018) predecesora de los fascinantes largos Umbreakable (2000) y Split (2016), procurando tatuar su esencia en el filme – cosa que logra, huele a su maestría por todas partes, como siempre, bueno, a veces – y de una forma u otra recuperar aquella esencia ganada de director astuto que nos dejaba con Wide Awake (1998) o The Sixth Sense (1999) y otros medianos e interesantes trabajos en Hollywood. Inmersa en su estética diseña un argumento que nos recuerda a la importancia de la vida, el paso del tiempo, el recuerdo de los buenos momentos perdidos, teniendo en cuenta la necesidad de vivir el presente.
Pero también, la familia como entidad superior de la sociedad, los lazos afectivos, la fragilidad emocional y física del ser humano y, sobre todo, la muerte. La muerte desde el sentido de aproximación al final, de la pérdida, del duelo que nunca es suficiente, de la transformación, la desmaterialización de los componentes y la filosofía del mítico punto después de la vida. Conceptualización que ya se hace recurrente en su filmografía, junto a la capacidad de generar extrañeza y misterio en las locaciones simples o comunes.
Sin embargo, en su tesis (la del director en este largo) prepondera la narración por medio de una sucesión de acontecimientos. Una carrera de uno detrás del otro. Uno extrae los aspectos morales y afectivos de la misma superficialidad que estos sucesos históricos trazados en la imagen permiten. Mediante el conocimiento y la experiencia, digamos. Se ve una acción detrás de otra, no da “tiempo” a más nada, - a fin con la película. El espectador queda captado con lo sucedido, pero no existe una profundidad de los personajes, un desarrollo personal e íntimo de sus caracteres protagónicos. Creo observar una carencia, sin demandar más allá de un filme con todos los aspectos comerciales que la industria determina. Mas, la costumbre se impone cuando de Shyamalan se habla. Uno espera más.
La existencialidad individual dentro de la comunidad, que, por supuesto, tiene un carácter netamente colectivo y equitativo, suponemos. Y la poderosa fuerza que implica la muerte como ente en nuestras vidas. Obviando al tiempo como fuente dadora de energía y destrucción. Pero para esto no se pide un alegato con tintes recios del cine de Tarkovski (Zérkalo, Nostalguíya, Offret) – se dice que no pertenecen al mismo género dentro de la ficción -, solo se pide el “desarrollo semi - perfecto”. El desarrollo semi - perfecto que se plasma cuando cada pieza va en su lugar y defiende correctamente la esfera que le corresponde, sea técnico, argumental o histriónico. La mera vena de la intensidad y la intencionalidad.
Aunque, saldando esa falta que aqueja a este cinéfilo y viendo la cinta en dicha profundidad, tenemos una existencia individual superpuesta por el concepto de familia en pos de la mantención del bienestar y las ansias de sobrevivir a la situación, unidos, por encima de cualquier concepto, incluso hasta del bien común. Esto fue manejado excepcionalmente, dejando la sensación encarnada en la imagen que recorre desde el conflicto, la superación hasta la tranquilidad. A diferencia del concepto amor, que es tratado con mano suave tal cual cosa delicada y sin querer herir. Recordado cuando se ve todo perdido, o cuando ya la mente “no anda bien” y no tiene otra alternativa que volver a donde empezamos, a aquel viejo amor que está ahí y nunca se ha ido. ¿Ya no es el amor lo más importante de este mundo? Amor: preocupación y comodidad. No sé si este largometraje tiene mucho de realidad o todo es una sencilla fantasía.
Old (2021), al igual que todo thriller psicológico, resalta por la intriga con que fue diseñado su argumento. Aquí los detalles toman un valor primordial al ser utilizados, aunque haga falta verlos dos veces para notarlos del todo (un sano consejo). Los detalles develan poderosos acertijos dentro del filme. Algo que está bien coordinado, pero se hace predecible, conductual, lineal y objetivo. En la película no existen términos medios, todo es desarrollo o avance. Los conejillos de indias no se detienen, si se detienen mueren. En esto consiste el ejercicio, una puesta a prueba de todas las cualidades del ser humano, personales, y profesionales. Un proyecto para practicar todas las emociones de la vida en media hora. No obstante, si es un análisis vital, hay algo errado en esta composición en blanco y negro sin tonalidades grises.
No obstante, algo que si no se anda con muchos rodeos es la Dirección de Fotografía (Mike Gioulakis). Expresa lo que tiene que decir y muestra con calidad lo que se desea ver. El metraje cuenta con una fotografía interesante. Esos planos secuencia ambiguos y sin un orden previo al ser filmados con encuadres dinámicos, cambiando el horizonte y la distancia, son una magnífica muestra de cine. Algo ejemplar que comparte con las tomas fuera de ángulo entre las conversaciones para intensificar la trama y la evolución del tiempo sin que se note por las claras. Un poco de misterio deliberado en las primeras escenas no está de más. La fotografía hace un trabajo adecuado con el reparto coral que se utiliza. Este reparto hizo un buen trabajo en enseñarnos los principios básicos de la vida (sin tiempo para crear un fuerte fundamento de confianza según muestra el filme) amén de no resaltar en el trabajo actoral propiamente dicho. Imagino que hicieron lo que se les pidió. Sin mucho más para allá o más para acá.
Con lo dicho, Shyamalan culmina con los últimos sobrevivientes (por supuesto, los más pequeños de casa) de esta versión dicotómica entre la fe y la ciencia, y el paseo veraniego de esta familia con mala suerte en otra de las islas extrañas de Lost (2004 – 2010), descubriendo como escapar, salir huyendo de la inclemencia del tiempo. La majestuosa figura del coral blanco en la distancia les ilumina el camino. Pasan un poco de melodrama innecesario que nos recuerda que es una película y no la vida real, pero llegan a su destino. Desenmascaran todo aquel bizarro proyecto que aboga por el bien de la humanidad. Su principal prueba, un cuaderno que llega seco y casi intacto (milagrosamente a ese no le paso el tiempo por arriba, ni las aguas salinas de la isla) a las manos de un policía que intenta relajarse en el paraíso.
Las cámaras disimulan lo sucedido. Saltan de corte en corte. Se enfocan en el reencuentro de los niños de cincuenta años con su salvador. Se aproxima el final feliz. Casi todo comienza a colocarse en su debido lugar. Cierre en negro. Créditos. Los nombres de los creadores son reflejados a sus espaldas, engrandecidos. Es una ilusión. Los créditos simulan el cambio, la trasformación, el trasfondo necesario allegado a la historia ya vista, ya vivida, porque cada trozo de cine es un pedazo de vida y un pedazo de tiempo aportado. O no significan nada, solo estética, vale divagar. Cada día más viejo, cada día más sabio, cada día más experimentadamente ignorante. Nos podemos levantar de nuestras sillas y meditar sobre la vida. O hacer de cuenta que no ha pasado nada. Algo más que disfrutar entre las tantas miradas al cine.
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