Mi mamá me llama justo en el momento en que acabo de separar una riña de proporciones épicas entre mi hija, de tres años y mi hijo, de dos.
No estoy segura de cuál haya sido la causa, pero todo parece indicar que no se ponían de acuerdo acerca de la propiedad de un juguete (siempre quieren el mismo juguete al unísono, es una ley que no falla).
Cuando descuelgo el teléfono, ambos están aún tratando de alcanzarse para desatar toda su furia infantil.
Mientras los siento a ambos en el sofá, uno en cada esquina, para que vean los muñes, y confisco el objeto de la discordia, le digo a mi mamá, que ha preguntado cómo están los niños:
-Ay, mami, están en uno de esos días en que les molesta hasta el aire que el otro respira.
Voy a la cocina, y converso unos minutos con mi madre. Cuando vuelvo a la sala para chequear la situación operativa, los dos están abrazados en medio del sofá y me miran con la cara más ofendida que pueden poner: cómo yo, mamá malvada, me he atrevido a dudar siquiera del enorme amor que se tienen.
Así son sus (mis) días, se pelean y se acurrucan con igual frecuencia e intensidad. Entre ellos puede haber mil diferendos, pero cuando se trata de enfrentarse a todo lo que está fuera de esa unión indisoluble que conforman, son uno solo.
No hay mejor traductora de lo que dice Abel, que Amalia. Si uno de los dos sale primero de su salón del círculo, no se mueve hasta que el otro llegue. Si regaño a uno de los dos, ambos se molestan. Y si reparto besos, igualmente debe ser equitativo.
Disfruto mucho ver el modo en que se entienden y se cuidan, en que se abrazan para dormir, y trafican entre sí con la leche y las galleticas. Me tranquiliza saber que se tienen, más allá de mí.
Por eso siempre les repito que se amen, que deben ser mejores amigos, y hago todo lo posible por reforzar entre ellos esos lazos de hermandad.
Creo que darles amor por igual, respetar sus diferencias de caracteres, y ofrecerles una crianza equitativa, sin sexismos, es una manera especial de reforzar ese sentimiento.
Mi mayor sueño es que puedan contar el uno con el otro la vida entera, y ya me los imagino hablando por teléfono de grandes: "Es que mami se pone de madre".
No es obligatorio tener más de un hijo ni un requisito que asegure la felicidad, pero no cabe dudas de que es un regalo hermoso, aunque los días en casa se puedan convertir en una tormenta y nos preguntemos a veces quién nos habrá mandado.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.