Exprimo al máximo esas gotas de tiempo que tengo para leer. Se las robo al trabajo de la casa y al periodismo, a la crianza y hasta a mi pareja. Cuando al fin logro sentarme con el libro y el lápiz, soy feliz.
Pero más de una vez he dejado colgada la lectura para quedarme embelesada mirando a mi hija y a mi hijo jugar: las palabras que inventan, las conversaciones que tienen, el uso extravagante que dan a los juguetes…
Cuando me percato, han pasado los minutos, tengo una sonrisa tonta dibujada en el rostro, y la sensación de paz y realización es enorme. Estoy enamorada de ambos, es lo que pasa.
Por eso, en mi oficina, tengo sus fotos en la pared, sobre la mesa, en el fondo de pantalla de la laptop; y también un osito diminuto, viejo y tuerto, que les pertenece, y que traje para recordarme, en medio de la aridez de la vida adulta, que tengo –por ellos– un compromiso con la ternura.
Yo he amado a mis hijos desde que supe que estaban dentro de mí y, cuando los tuve en mis brazos ese amor se confirmó y no ha parado de crecer. No obstante, es muy importante saber que para todas las madres no resulta igual.
Muchas se sienten decepcionadas, o de alguna manera estafadas, cuando conocen a sus bebés y no sienten ese amor inmenso del que les han contado, incluso aunque su maternidad haya sido deseada.
Influyen varios factores. El parto, sea natural o por cesárea, es un proceso muy estresante; agota física y emocionalmente. El posparto, con su carga de hormonas, de reacomodos, de falta de sueño y cansancio, puede confundir, causar tristeza, cambios de humor… el llamado “baby blues”.
Todo ello influye en la percepción de la relación con el bebé. Sentirnos “raras” con respecto a ese nuevo ser humano es normal. Por otro lado, todas las personas no amamos de la misma manera, ni construimos las relaciones afectivas al mismo ritmo.
Hay madres que necesitan más tiempo para amar a su hija o hijo; precisan compartir y conocerse para forjar un vínculo sólido.
Claro que si se siente un rechazo profundo, o la incapacidad de cuidarlos, hay que buscar ayuda especializada, podría tratarse de una depresión posparto, un problema de salud serio, que las mujeres no deben enfrentar solas.
Independientemente de las maneras y tiempos en que el amor entre madres y descendencia se vaya gestando, hay que tener en cuenta que es un proceso siempre creciente, cambiante, que como todos los amores precisa de alimento para vivir.
No podemos asumir que nuestra prole tiene que amarnos porque “yo fui quien te parí”. El amor se gana siempre y se merece. Criar entregando ese amor, con respeto, rectitud, buenos valores, sin maltratos, no solo es un deber de quien asume la maternidad, sino también la forma de crear una relación sólida y de cariño, en ambos sentidos.
Aunque las dinámicas familiares, los dilemas económicos o los conflictos laborales nos golpeen en algún momento, no debemos olvidarnos de los mimos, los abrazos y besos, de la comunicación, de mirarles a los ojos y decirles “te amo”. Regalarles tiempo de calidad es la mejor prueba de amor que podemos ofrecerles.
No es que tengamos que ser perfectas, eso es imposible. Claro que fallaremos y habrá que pedirles disculpas. Se trata de invertir en la relación de amor maternal la misma energía que ponemos en el proceso de mantener vivas otras.
Yo, por mi parte, me he hecho el compromiso firme de que no pase un día sin decirles a mi hija y a mi hijo que los amo. Me extasío mirándolos dormir, convoco a abrazos grupales cada dos por tres, huelo sus cabellos, me detengo todo lo que puedo en la belleza de sus rostros… en fin, dejo que su maravilla me enamore cada día, a toda hora.
Ese amor es el más grande de mi vida y su centro, y todo amor verdadero siempre nos enriquece.
Nunca demos por sentado ningún afecto, pero menos el que les atañe a esas personitas mágicas, podríamos sorprendernos pobres de alma, y esa es la mayor de las carencias.
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