Esta semana vi por primera vez Philadelphia, un drama norteamericano de 1993 protagonizado por Tom Hanks y Denzel Washington. Es una película genial y conmovedora, muy bien actuada, que me mantuvo expectante toda la trama; pero cuando de verdad no pude más y lloré, fue al final, cuando la familia recuerda a Andy Beckett, el protagonista, a través de unos videos caseros donde se le ve niño, ajeno al drama en que desembocará su vida.
En esos minutos no podía parar de pensar en la madre de Andy; no es un personaje central en la película, pero me imaginaba el dolor que se puede llegar a sentir en una situación así y más lloraba.
No es la primera vez que me sucede y no creo que sea la última. Desde que soy madre entendí a plenitud unos versos del poeta venezolano Andrés Eloy Blanco: “Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro / y el corazón afuera (…) Cuando se tienen dos hijos / se tiene todo el miedo del planeta”.
Porque así es, el miedo viene aparejado con la maternidad, y no solemos pensar mucho en ese tema hasta que ella está ahí, en nosotras; incluso ignoramos que se puede llegar a sentir tan intenso, tan paralizante. Las mujeres que valoren la idea de asumir la maternidad deben saber que existe y que como todo sentimiento es preciso entenderlo y procesarlo.
Empieza desde que sabemos del embarazo: hay miedo a perderlo, a que el médico encuentre algo raro en el ultrasonido, a que vaya mal el parto. Después que nacen hay otros: a la muerte súbita del lactante, a quedarnos dormidas y que se nos caiga, a que se atore…
Por supuesto que existen aprensiones ligadas a nuestras capacidades como madres, a si sabremos educarlos, a si seremos suficientes; pero hoy solo me refiero a esa que está asociada al bienestar de los hijos y las hijas, que es la más tremenda.
Una no tarda mucho en entender que nuestra felicidad entera depende de esos seres que hemos traído al mundo. Puede que estés muy enamorada, que en el trabajo te vaya estupendamente, que te sientas plena, vital, sin embargo, basta una fiebre del niño para que todo se tambalee.
“Si ellos están bien, todo lo demás se arregla”, así me digo y así es. Claro que con el tiempo los miedos se matizan; no son los mismos temores cuando se es madre primeriza que cuando se tiene más de uno: se aprende a saber cuáles son los verdaderos peligros, se desechan las exageraciones.
No obstante, siempre hay inquietud tras una fiebre, tras un vómito; una vocecita nos reclama: “¿De verdad será una gripe, será una indigestión? ¿No tendrá otra cosa?”. Y muchas veces terminamos en el cuerpo de guardia, aunque sabemos exactamente lo que nos dirán.
Las redes sociales no ayudan, cada tragedia que vemos, cada enfermedad, el sufrimiento de cada mamá, nos taladra el alma como si fuesen nuestros; y el inconsciente va almacenando temores que nos asaltan en el momento menos pensado.
¿Qué decir entonces de la fortaleza de una mamá que debe sortear que una tragedia le acontezca a su hijo? Todas las madres podemos entender ese golpe, porque es nuestro mayor temor, uno que como elefante enorme siempre está en la habitación, pero del que decidimos no hablar casi nunca, porque se haría insoportable.
El peligro de ceder a ese miedo está en la sobreprotección, que les puede resultar muy perjudicial a los niños. Hay que balancear lo emocional y lo racional, y darles espacio para crecer y vivir.
Lo bueno es que desarrollamos un sentido superior para saber cuándo están mal, para reconocer señales de alarma. Un médico me lo dijo una vez: un pediatra que no escuche a la madre no es un buen pediatra. También nos hacemos expertas en reconocer y eliminar peligros. El miedo sirve para evitar accidentes. Todo lo dicho vale también para una paternidad bien ejercida.
¿Y cómo sorteamos esa inquietud, esa fragilidad? ¿Cómo nos hacemos grandes frente a las agujas, los diagnósticos, la inquietud? Gracias al amor que sentimos, gracias a la alegría que experimentamos cuando están bien.
A pesar de que mis dos niños son pequeños, imagino que el miedo, si bien puede que la independencia y los años lo atenúen, no desaparezca jamás. Hay que reconciliarse con esa idea, y entender que es el precio a pagar por sentir un amor gigantesco, voraz, uno por el que vale la pena haber vivido.
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