Algo raro tenía el tipo. No encajaba. Iba en la primera línea del carro, quizás con ciertos aires de very important person.
Para salir de la ciudad de Pinar del Río hacia La Habana abordamos un pequeño camión: asientos esponjosos "rescatados" de viejos ómnibus, de esos que había por allí y por acá antes de que las Yutong se apoderasen de buena parte de la vía pública; un extintor rojo de etiqueta gastada; señales de las que entristecen a los fumadores más recalcitrantes; el "salida de emergencia" impregnado en cada ventanar de vidrio y, en la puerta, un "cap. 16 pasajeros", cerca de una calcomanía de la Pioner y otra del pato Lucas que, indignado y con el índice bravío, espeta: "¡Súbase, agárrense, cállese!". "En la farándula no hay amor", interpretaría un teggaetonero.
Más arriba, cinco estrellas en línea, de esas que "certifican" la calidad del servicio.
Apenas abandonada la ciudad, el pequeño camión falla.
—Eso es que tiene aire el motor —comenta el pasajero de la primera fila de asientos... pasajero raro.
El sospechoso luce de unos cuarenta y tantos, más cerca de los tantos que de los cuarenta; gorra, pulóver y short blancos. Lo acompaña una mujer que no llega a los treinta y a ratos le pasa el brazo por detrás del cuello. La mujer lleva un chihuahua.
Entre los pasajeros rondan otras especulaciones:
—Paró aquí para cobrarnos desde ahora —explica indignada una anciana del fondo.
Despejando cualquier duda, el chofer abre la puerta de la cabina de pasajeros, sube, se estira para alcanzar unas herramientas que guarda en un compartimento superior, baja, abre el capó y comienza a "dar llave".
El hombre de blanco nos mira con gesto de saber lo que ocurre.
La camioneta arranca.
—¿Ya nos vamos? —lanza alguien desde la prisa.
—No, no, ahora él de seguro tiene que darle unos cuantos acelerones pa' que afinque —explica, docto, el sospechoso.
En lugar de "los" acelerones, aparece solo uno, grande, crudo, que satisface al chofer, quien retoma el camino, para volver a detenerse doscientos metros adelante.
—Yo lo dije, eso con un acelerón no afinca.
Unos en broma, otros con una seriedad cercana a la furia, comienzan a exigir que nos regrese, después de todo no estamos tan lejos de la ciudad.
Alguien, en legítimo reclamo, propone gritar todos juntos, : "¡Des-cuen-to! ¡des-cuen-to!, ¡des-cuen-to!".
El hombre de blanco gira y contrataca:
—Ahí es donde el chofer les dice: "¡Se-ba-jan! ¡se-ba-jan! ¡se-ba-jan!".
—Habría entonces que tomar el carro —le insisten con ironía y al instante un tipo barrigón y gafudo se ofrece entre risas a conducir el camión.
El hombre de blanco baja y el chihuahua se pone nervioso.
—¡Tranquilízate, que no se demora! —regaña la mujer al perro, que deja de dar brincos mudos sobre la esponja del asiento.
Mientras el chófer yace tendido en el asfalto, bajo la cabina, el hombre de blanco le comenta algo sobre "estos carros de petróleo".
—Ellos nunca se rompen, pero cuando lo hacen es del carajo. Yo también tengo uno de estos, un poco más chiquito, y sé como es.
El hombre de blanco sube. El camión arranca y acelera hasta lo profundo del carbulador.
—¡Me va a hacer un cuento a mí! —fanfarronea una vez más, desde la primera fila de asientos y con el chihuahua encima, el colega —infiltrado— del conductor.
—¡Maldito rompehuelgas!
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