Poco antes de mi fuga este fin de semana para un curso de Silencio de El Arte de Vivir, le pregunté a mi mamá si no extrañaba a Jorge, quien ya lleva un mes en Santa Clara cuidando a la suya, recién operada de cataratas.
Con una sonrisa de absoluto descaro respondió: “¡Por supuesto! Cuando él no está nadie cocina, limpia, hace café, repara cosas... Pero no se lo digas, porque luego se cree el ombligo del mundo”.
Extraña además la seguridad de un hombre en casa y tener quien cambie la balita de gas, cierre todas las puertas, juegue con las perras y siga el hilo de mis infinitas ocurrencias. Y claro, eso tampoco lo va a reconocer, porque es de esas suegras agresivo-pasivas que abundan por ahí, como si fuera un catarro pegajoso.
Como además lleva tantos años sola, no entiende mi necesidad de compartir la vida con alguien diferente a mí en muchísimos aspectos, dice a cada rato. Entiende que nos amamos, pero no ve el amor como motivo para despertar cerca de otra persona y compartir buenos y malos momentos.
En uno de esos conflictos entre ellos, siempre iniciados por naderías (como dejar prendido el televisor), me pidió dividir la casa para permutar (¡justo ahora, cuando más me necesita!) y me molestó tanto su absurda hostilidad, que le saqué el más ridículo trapito sucio de cualquier historia familiar: “¡Tú escogiste marido hace 62 años, y aunque te divorciaste en dos décadas, yo aún cargo con esa elección; así que ahora te toca cargar con la mía!”.
Se rió, por supuesto, porque mi padre es más difícil que Jorge en todos los aspectos (bastante buena salí yo con esos antecedentes, dice él), y a los pocos minutos andaba ofreciéndole algo de comer al yerno como si no hubieran intercambiado misiles sónicos esa tarde.
Para mi madre, yo soy el horcón de la casa. Como lo fue ella durante mucho tiempo, pero ya ni recuerda cómo ocurrió esa transición matriarcal, y a duras penas ve cuánto me apoyo en el “refunfuñón del cuarto del medio” para asumir ese rol en estos complejos tiempos.
Su curtida independencia se fue deslizando hacia una zona natural de vulnerabilidad que aún no quiere reconocer, y lo mismo me pasa con el viejuco, otro orgulloso renegado. Ambos rechazan la idea de llegar a ser un día el ombligo de mis decisiones, como lo fui yo para ellos cuando me trajeron a este mundo.
Ni siquiera porque lo ven normal en los demás hogares. O porque está en el Código de las Familias. O porque es ley de vida y también ellos pasaron por ahí en su tiempo.
Ven hermoso el gesto de Jorge de dejar todo atrás por estos meses para atender a quien lo parió y educó, y sin embargo protestan por mis intentos de acomodar la casa en función de la declinación paulatina de sus capacidades físicas y mentales.
¡Ah, qué generación tan especial la de mis padres! Amaron, trabajaron, crearon un país nuevo, naturalizaron los divorcios y la reproducción independiente; las becas, los trabajos voluntarios, las campañas lejos de casa. Crecieron lleno de ilusiones y vivieron como si todas las respuestas estuvieran a un par de vueltas del Sol.
Pero el país siguió cambiando y sus almanaques les pasaron cuenta del poco autocuidado cultivado en esas décadas. Hoy ven con asombro sus desventajas, se aferran a unos pocos tesoros y viven para contar aventuras y criterios a los nietos, las mascotas, las plantas... cualquiera que ofrezca un poco de atención.
¡Ah, sus nietos! ¿Qué será de esa otra generación para la que el sexo es puro tránsito y sin pensarlo mucho dicen rechazar como proyecto el tener hijos o parejas estables porque aspiran a ser su propio ombligo para siempre?
Afortunadamente, no son todos. Y como suelo decirles a mis amigas con adolescentes en casa, ese es un mal que cura la madurez, como el acné y la timidez congénita.
A mi generación le toca hoy ser puente. Ver las aguas correr por cauces lógicos y decir adiós a los viejos y los nuevos de uno u otro modo. Por eso el nido vacío puede ser un gran abismo para quien no eligió bien cómo llegar a esta etapa de su existencia. O con quién, que no es lo mismo, pero pesa igual si la intimidad no se preserva con muchos mimos, paciencia y humor.
Ombligo, puente, horcón... Los roles cambian mientras la vida sigue. ¿Ya pensaste cómo asumir los tuyos?
Carmen
27/4/23 21:22
Saludos ,me gustaría poder contigo con lo que envié algún libro digital
Carmen
27/4/23 21:19
Excelente reflexión sobre la vida
Lázara Bacallao González
25/4/23 13:10
Excelente artículo, un retrato de nuestras realidades familiares. Gracias por este blog!
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