“Deja que seas abuela, pa’ que entiendas lo que es malacrianza”, me dijeron en tono de burlona amenaza varias señoras (mi madre incluida) cuando empecé a poner límites al Davo casi desde el parto, en aras de una crianza placentera y segura para ambos.
“Se ve que es primeriza”, decían las más mezquinas: “En un par de meses se le olvidan todas esas boberías de libros y jala por una chancleta como toelmundo pa meterlo en cintura”.
Tras 25 años de ejercer el rol de jefa de núcleo monoparental, me honra decir que fallaron estruendosamente con el segundo vaticinio, y estoy en vías de demostrar que el primero tampoco es infalible, porque !otra abuelitud también es posible!
Claro, antes de ser madre fui maestra de primer grado (30 niños sin una auxiliar), y mucho antes fui una abnegada hermana mayor (valga la bamboya), pues el 31 de enero de 1975 nació mi hermano de sangre más pequeño, y yo, que tenía poco más de seis años, dejé todos los juguetes para ocuparme de él cuanto me lo permitieron: dormirlo, bañarlo, alimentarlo, leerle o inventarle cuentos, enseñarle a caminar, a usar el tibol y (muy importante) a reconocer el mal humor de papá por el color de sus ojos.
Luego me encargaron llevarlo al círculo infantil, tarea que cumplí con placer y cuidado, solo que en vez de subir la colina por las escaleras, trepábamos por el farallón de rocazul... un detallito del que mi mamá tuvo noticias hace apenas un par de décadas, cuando me vio hacerlo con mi hijo y creyó que me había vuelto irresponsable de pronto.
Otras bizarras ocurrencias sí eran desclasificadas, como llevarlo en patines a cruzar la lancha y pasear por el malecón rumbo al cine y el coppelia; o pasarnos el día en el Parque Lenin en modo supervivencia con un peso para la ida y la vuelta.
Con mi hijo combiné ambas aventuras: si le daban pase extra en la Lenin iba a buscarlo en mi bici y él regresaba en patines, pues para entonces un peso no daba ni para empezar el viaje.
¡Qué tiempos aquellos...! Pero mi hermano y mi hijo crecieron, y como el primero vive muy lejos con mis sobrinos y el segundo no tiene apuro para continuar la estirpe, acordamos con Jorge que nos acogeríamos al nuevo código de las familias para sumar en nuestros afectos a una criaturita que no fuera Luna, que es casi persona, pero no dice “abue” ni podemos heredarle nuestros sueños, valores y conocimientos del mundo.
Ese rol de nieto socioafectivo lo cumple desde hace cinco meses el hijo de la espirituana Roxy, quien de niña prometió que sería mi nuera y me pondría en los brazos un bebito de ojos claros que me robara para siempre el corazón.
¡Y lo cumplió! Al menos en parte, obvio, porque no hay lazos consanguíneos, pero la vida es un gran arcoiris de posibilidades y Gael tiene varias abuelas, bisabuelas y abuelos socioafectivos con mucha paciencia, sapiencia y esperanza para compartir.
Según recuerdo, varias de aquellas señoras malcriadoras que me criticaron en los finales del milenio pasado pedían a sus nietos que les llamaran “tía” para esconder su edad, o renegaban del tiempo que les dedicaban porque no sabían hacerlo provechoso para ambos. ¡Ni siquiera veían lo mismo en la televisión!
Ah, pero si ese amor te llega en plenitud de fuerzas para jugar con esas personitas incansables, y plenitud intelectual y espiritual para mostrarles un universo más amplio que tu casa o sus aulas; si te ven feliz, con pareja o sin ella; si cuidas tu salud como un tesoro y logras ser compañía y no carga el mayor tiempo posible, entonces la abuelitud es un regalo, una actualización 3.0, una nueva primavera que activa tus hormonas y te refresca el gusto de vivir.
Y ya saben: cuando tu corazón bombea de gozo y complicidad, sin importar el origen de esas emociones, el sexo también tiende a florecer.
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