“Mejor, ni Mazzantini el torero” o “Eso no lo hace ni Mazzantini el torero” han sido frases frecuentísimas entre nosotros.
Pero, ¿se trata acaso de un personaje fruto de la imaginación popular? Pues no, amigos cibernautas: el susodicho tuvo muy real existencia.
Y la habanerísima esquina donde hoy se encuentra este gacetillero, la intersección de Infanta y Carlos III, lo vio en algunos de sus mejores momentos.
UN VIEJO ESPECTÁCULO EN CUBA
Larga es la historia de las corridas de toros en nuestro país. Comenzaron en los años 1500, igual que las peleas de gallos y las carreras de argollas. Los tres espectáculos sirvieron de entretenimiento a las tropas de Hernando de Soto, que se preparaban para partir a la finalmente desastrosa conquista de la Florida.
Durante los tiempos coloniales, con altibajos, hubo plazas de toros en el Campo de Marte —hoy Parque de la Fraternidad—, en la ultramarina villa de Regla, en la calle Belascoaín y en otros sitios habaneros.
La última plaza importante estuvo situada en la esquina de Infanta y Carlos III, hasta que la primera intervención norteamericana, a finales de siglo antepasado, prohibió la fiesta taurina.
Y allí exhibió su coraje y su garbo el mataor Mazzantini.
UN HOMBRE CULTIVADO
Vasco fue el origen de Luis Mazzantini y Eguía, pues nació en Elgoibar, Guipúzcoa, cuando transcurría 1856.
En Bilbao, Marsella y Nápoles recibió una esmerada educación. Dominaba el francés y el italiano y su asiduidad a la lectura le proporcionó una sólida formación cultural.
Nos dice el periodista Guillermo Lagarde que, antes de brillar como torero, Mazzantini quiso ser cantante, pero fracasó.
Se decidió por el toreo a una edad ya relativamente avanzada, apadrinado por los legendarios mataores Salvador Sánchez (Frascuelo) y Rafael Molina (Lagartijo). Salió al ruedo por vez primera el 13 de abril de 1884, en Sevilla, donde ya exhibiría su bravura y su elegancia, las que tiempo después también iba a apreciar la esquina habanera de Infanta y Carlos III.
EL AMOR, EN LA HABANA
El frío valor y el porte de buen mozo que lo caracterizaron, hicieron que el torero se echara literalmente en el bolsillo al público de esta muy ilustre San Cristóbal de La Habana.
Pero los triunfos de Mazzantini en Cuba no se limitaron a sus lances en la arena taurina, sino que aquí venció también en las lides amatorias.
Durante mucho tiempo fue costumbre, tanto de compañías artísticas como de figuras individuales, lo que llamaban “hacer la América”. Aquellas giras eran una prueba de fuego para la gente del mundo del espectáculo.
En 1887 —coincidentemente con Mazzantini— se encontraba aquí La Divina, Sarah Bernhardt, la reina francesa del escenario.
Hija de una cortesana, nacida en París en 1844, Sarah había renunciado a su nombre original de Rosine. Conquistó el corazón del público lo mismo en su ciudad natal que en Londres o Nueva York.
Según la tradición, alguna de sus actuaciones no recibió del público habanero el aplauso que ella exigía, ocasión en la cual habría acuñado la frase que nos califica como “indios con levita”.
Entre la actriz francesa y el mataor —doce años menor que ella— en esta mismísima plaza surgió ese volcánico encanto que desde la época de los antiguos propicia el travieso Cupido, y que tuvo por campo de batalla al Hotel Inglaterra.
A no dudar, Mazzantini gustó a los habaneros, tanto por su desempeño en el ruedo taurino como por su aventura amorosa con la Bernhardt. Lo que es más: a la gente la emocionó profundamente su gesto desprendido, al costear la bóveda de su banderillero, quien aquí murió.
Mazzantini abandonó los toros en 1905, para dedicarse a la política. Fue elegido concejal de Madrid y, posteriormente, gobernador civil de Guadalajara y Ávila. Murió el 23 de abril de 1926, en Madrid.
Y quedó plasmado en el habla popular, pues al cabo de un siglo y cuarto todavía se escucha aquello de “Mejor, ni Mazzantini el torero”.
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