Este emborronacuartillas admite sin sonrojos, confiesa sin rubores, que muchas veces, al hilvanar una croniquita, ha tenido que decir cosas como ésta: “No se conservan los nombres de los personajes que protagonizaron esta anécdota”.
En otras ocasiones, lo impreciso viene cuando he declarado: “Los viejos y amarillentos cronicones que consultamos no determinan la fecha en que ocurrieron los hechos”.
Ah, pero el caso de hoy es muy diferente. A mano tengo nombre completo, filiación, domicilio preciso, año exacto y demás pormenores de los implicados en este caso asombroso.
Para comenzar, digamos que el portentoso suceso que hoy nos ocupa ocurrió en el Año de Gracia 1770, y que tuvo por escenario la más poética de las ciudades cubanas, la villa de los puentes y los ríos, la acogedora San Carlos y San Severino de Matanzas.
Hacia allá hoy trasladamos nuestras coordenadas, volanderas como la imaginación.
Cuenta un cronicón, que ante mis ojos tengo, que al comienzo del año 1770, doña Ramonita Oramas, viuda de Solís, vivía “honesta, pobre y sola” en una pequeña casa alejada de la Plaza de Armas matancera.
Debe aclararse que la soledad de la viuda era relativa. Y no se piense mal, pues la susodicha había rebasado con creces la época en que la vida se adorna y endulza con devaneos, amoríos y otras maromas.
No. Doña Ramonita contaba con la más casta de las compañías. Sí, ésa que secunda a los humanos desde hace milenios, cuando el hombre primitivo estableció un pacto de ayuda mutua con el perro, al cual los científicos no en vano llaman Canis familiaris.
El compañero de la viuda era un enorme ejemplar canino que ella había nombrado Capitán. Cuando Ramonita no estaba bordando o preparando dulces —labores en las cuales se desempeñaba primorosamente—, se le iban las horas acariciando el blanco pelaje del perro.
Sépase que la viuda era una devota de las que ya no vienen, y lloviese, tronase, relampaguease o cayesen raíles de punta, asistía a misa diariamente, acompañada de Capitán, quien se echaba a la entrada del templo en espera de su ama. Y, aunque parezca blasfemia y herejía, la viuda beata había pedido a la Santísima Virgen que le diera mucha vida a su perro, para que pudiera estar con ella hasta que la muerte la llamase.
Cuál no sería su emoción cuando una mañana vio, desde su banco, que Capitán, rompiendo con lo acostumbrado, entraba a la iglesia y se detenía ante el altar de la madre de Jesús, y después de mirar fijamente a la imagen se echaba frente a ella.
Doña Ramonita interpretó el hecho como una respuesta afirmativa al ruego por larga vida de su compañero.
Ah, pero nadie, absolutamente nadie, vio entrar a Capitán. Sólo su ama. Porque en ese preciso momento el enorme perro blanco yacía muerto frente a la iglesia, con la cabeza destrozada por algún agresor.
Llegó enero de 1771, y con él los últimos momentos de doña Ramonita, quien en su lecho de muerte hizo revelaciones trascendentales, que hasta hoy se recuerdan en Matanzas.
Con toda la lucidez del mundo, en su agonía lo dijo claramente: Capitán jamás la había abandonado.
Sí, era Capitán, pero transformado: el pelo blanco parecía como hecho de luna; los ojos se habían vuelto verdes y luminosos. Y sólo ella era capaz de verlo. La vida le había concedido vida eterna a su perro para que fuera un invisible amigo de Matanzas.
Doña Ramonita abandonó este valle de lágrimas, y nadie tomó en serio sus palabras, achacándolas al delirio propio de la agonía.
Pero aquí comenzó lo más inaudito de esta historia. Sí, porque el perro de la viuda comenzó a ser visto paseando por Matanzas. Y los que tal aseguraban no eran gentes de más o menos, sino vecinos de mucha valía.
El maestro don Pablo García había sido traído de La Habana por el regidor Waldo García de Oramas, pariente de doña Ramonita. Y una noche de marzo de 1771, tras dos meses de morir la viuda, don Pablo vio a un perro enorme, de pelambre lunar y ojos intensamente verdes, que de pronto se le volvió invisible.
En 1779 el teniente ingeniero de infantería don Dionisio Baldenoche juraba haber visto al perro fantasmal. En 1801 prestaba igual testimonio el alcalde de la ciudad, don Antonio de Lamar.
Y catorce años después era nada menos que el primer gobernador de Matanzas, el brigadier Juan Tirry, quien presenciaría la aparición perruna.
El perro invisible iba a dar el gran salto hasta el mundo del arte. En Europa —Niza—, Alejandro Odero, natural de Matanzas, se inspiraría en esa leyenda para pintar un cuadro, hoy perdido. En 1863 el infortunado poeta matancero José Jacinto Milanés afirmaba que él conocía al perro invisible, quien era consuelo de solitarios.
El Poeta de la Bandera, Bonifacio Byrne, dedicó un soneto al fantasmagórico personaje, protagonista de una tradición tan firme que pronto alcanzará los dos siglos y medio.
¿Pura patraña? ¿Alucinación colectiva? Ojalá no lo sea, para que mis amigos —gente buena de Matanzas— cuenten con un guardián que, desde el trasmundo, los acompañe y resguarde.
Capitán, el perro fantasma
El perro fantasma es protagonista de una tradición matancera tan firme que pronto alcanzará los dos siglos y medio...
en Exclusivo
27/04/2014
1 comentarios
496 votos
Orlaan
3/12/21 21:03
¿Quién es el autor de esta exquisito relato?
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