En la bulliciosa, efervescente barriada habanera de Lawton –donde resido—tenemos a Bebo como una especie de risible dios lar comunitario.
Adosado perpetuamente, for ever and ever, a la barra de la ronera, la gente se divierte de lo lindo con sus disparates colosales. Sí, porque a más de dipsómano –ya lo denuncia su hipocorístico: Bebo--, el susodicho arremete perennemente contra la Historia, la Geografía, y, sobre todo la Gramática, con sus dislates garrafales.
No obstante, pongamos las cosas en su justo lugar. Cuando uno desbarra en petit comite, cuando uno dice cuatro necedades en la intimidad amistosa –como hace Bebo--, no caben dudas de que desempeña un papel desairado. Pero eso es peccata minuta, falta leve, pecado venial, pues sólo afecta a los tres o cuatro desafortunados que hayan tenido la infelicidad de estar cerca cuando uno pronuncia tales tonterías. A nadie más.
Ah, pero ponga usted ante un micrófono a un émulo de Bebo, el curdita delirante, y verá, como dice el pueblo, lo que es coquito con mortadella. Porque ahí el disparate se amplifica. Más que multiplicarse, se potencia --a la n, donde n tiende a infinito--, por su abarcador alcance, hasta millones de receptores. Una sandez puede estar influyendo sobre incontables víctimas.
Los ejemplos menudean. Vaya uno, como botón de muestra:
En cierta emisora --cuya identificación yo, hombre discretísimo, callaré--, en cierta emisora, les decía, se estableció un nexo literario-frutal. Al Premio Nobel portugués José Saramago lo llamaron José “Saramango”. (Y el ejemplo no resulta excepcional, pues abundan desatinos que le roncan los proverbiales epiplones).
¿Cómo atajar semejantes torpezas? ¿Qué remedio nos salvará de la torrentosa estulticia, cuyo diluvio pútrido ya amenaza con ahogarnos en sus aguas infectas?
Hay sólo un antídoto, por demás elemental: el estudio. (Y recuerdo que en latín “estudio”, studium, era igual a “celo, ardor, aplicación, esfuerzo”).
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