Desde este espacio en el que la vida suele tejerse con “ojos virtuales” hagamos un ejercicio sin afanarnos demasiado en las racionalidades, sin pretender descubrirlo todo con una mirada, sin creernos los Cristóbal Colón de las profundidades sentimentales del ser humano. Asestemos más bien la práctica con la intención de revelar lo que son y significan los objetos a primera vista. Quedémonos, para tal propósito, y en un primer momento, con la señal siempre comprometedora de las apariencias.
Intentemos distinguir a quienes nos rodean tan solo de observarlos, tan solo de escucharlos proferir unas cuantas expresiones. Y saquemos cuentas, y detengámonos en el deleite sonoro, las cadencias de la voz, los sentidos ajustados a contextos en los que se le confiere a cada término un valor particular. ¡Es ese y no otro!
Siguiendo con mi propuesta, casi una imposición “ciberlectora” para llegar a una ilustración del asunto que me ocupa, específicamente ahora imaginemos que vamos en una guagua, especialmente en un P11 capitalino, en uno de esos viajes divertidísimos de los horarios pico —siete de la mañana, cinco de la tarde—, con un ambiente “todo mezclado”, “a lo Guillén”, y con el alma del poeta al borde del desmayo. De repente, y por instinto curioso, usted comienza al aguzar el oído ante la fluida conversación de dos personas que despuntan por un tono melodioso, aunque no gritan por más que otros vociferen. De a poco se le hace más notable cierto remate medio “cantado” en las expresiones finales de las frases, hasta que, al rato, por fin, ¡Eureka!, convierte la leve sospecha en certeza: ¡Estos dos son orientales!
Pero sigue viaje, no se baja usted en la primera parada al pasar el túnel y presta atención a los asombros con que otro peregrino acompañante va copándose de admiraciones ante lo que le cuentan en el trayecto de Alamar hasta el Capitolio. Una y otra vez el hombre recurre al mismo término: “¡Alabao!”, lo dice casi hasta el cansancio, como si en ello cupieran miles de significaciones. Y no es que no quepan, es que para él lo tiene. Y la impertinencia en la palabra le permite llegar a otro desenlace parcial al que arriba por el mero roce con gente de varias tierras del país: ¡Este tipo es pinareño!
El periplo en el P no acaba. Usted ha decidido cubrir el tramo íntegro. Y casi al bajarse le comenta a alguien, ante la aparente amenaza de unos nubarrones que se han formado intempestivamente: “Miren esto, caballeros, en el noticiero no dijeron que iba a llover. Él que no cogió capa o sombrilla hoy se va a empapar”. Y la última palabra les abre una duda a otros interlocutores. ¿Empapar?, ese es un vocablo muy dado en las provincias centrales. Llegamos a la calle G. Termina lo que pudo resultar un desplazamiento interesante en el que han pululado las convergencias, los encuentros y desencuentros, como ya es costumbre. Pero las mixturas al hablar, explicar e interpretar la vida se dan desde posturas que aúnan e identifican al mismo tiempo, que singularizan por más que una Habana cosmopolita que no aguanta más, como enunció hace unos cuantos años ya Van Van, pugne a los ojos de todos con la fuerza de algunas neutralizaciones en el decir y hasta en el actuar.
Pudiera parecer todo esto una digresión, desde luego, pensada con cierta intencionalidad. Y aunque así no lo fuere, cabe el intento de este reportero de remarcar, a modo de paneo, ya dejando a un lado los vértigos del viaje, las identidades expresivas, los giros propios de una y otra región de Cuba, las múltiples maneras de entendernos si que por ello quepamos todos en la misma “jaba”, en el mismo saco de frases hechas y prefabricaciones verbales.
Por encima de todo, cabe que nos columpiemos con orgullo en las formas típicas con que se testimonia el andar en cada punto de esta geografía insular, que los veamos con sentido positivo, sin que medien lecturas peyorativas del asunto ni posturas de superioridad o empoderamiento lingüísticos. Si nos expresamos con apego respetuoso a las normas básicas del español, no hay por qué denigrar o sentir espasmos con algunas singularidades léxicas. No importa si estamos más cerca del Cabo o menos lejos de la Punta. No interesa si en la Isla joven del sucu sucu o en las estribaciones peligrosas de la Sierra Maestra. No importa sin en la playa, en la ciénaga o en el monte. Dondequiera hay palabras que distinguen, nos hacen iguales y diferentes, están arraigadas a la historia de cada lugar, son testigos del tiempo, o mejor, de las veleidades de los hombre de cada tiempo.
Hace algunos meses este periodista conversaba por otros intereses de trabajo con el Doctor Leonel Ruiz Miyares, director del Centro de Lingüística Aplicada de Santiago de Cuba. El diálogo con el también miembro de la Academia de Ciencias de Cuba derivó en un interesante inventario de cuestiones de la lengua que tienen un impacto directo en la construcción de los imaginarios populares y, como si fuera poco, en la forja y defensa de la cultura nacional.
Y me hablaba el destacado académico, vía correo electrónico, con letras medio angustiadas, sobre la pérdida creciente de las identidades lingüísticas en el país, y especialmente sobre el poco cuidado de no salvar lo que nos hace únicos. No tienen por qué parecerse las cartas del menú de un restaurante de Matanzas con uno de Guantánamo, me decía. No hay por qué decirle mamey a lo que, históricamente, en otros lugares se le ha dicho zapote. No hay por qué renunciar al fongo para comernos el plátano de tal o más cual tipo. No hay por qué dejar de ponernos las cutaras para “engancharnos” otros modelos de chancletas.
La riqueza mayor está en la diversidad, medito yo ahora. Y vale preguntarse: ¿será que acaso el exceso de verticalismos durante años en diferentes esferas de la sociedad nacional ha generado también homogeneidades discursivas, maneras estereotipadas que han “barrido” lo autóctona del léxico? ¿Se piensa la enseñanza de la lengua en cada lugar atendiendo a las particularidades regionales? ¿Y los medios, se adecuan a sus audiencias tomando esta consideración esta perspectiva?
El tema no es un capricho de reportero trasnochado que sueña con montar en el P11 o hablar de la lengua así como así. Justo hoy, cuando se celebra en muchas naciones el Día de las Lenguas Indígena, u originarias, como también se les llama, nos hace bien repensar cuánto podemos hacer por que nuestro español cubano, en sus diferentes variantes geográficas, por estratos y hasta por registros, ayude a reafirmarnos en la cultura nacional desde las identidades, en un contexto de globalizaciones simbólicas y rupturas espacio-temporales a través de las comunicación y las tecnologías que lo posibilitan.
Es juicioso que protejamos la lengua que nos identifica, la palabra o la frase que nos salva del estereotipo, el acento característico del lugar donde somos. Y así, se hará mayor nuestro acervo de sapiencias más allá de los cúmulos librescos, se avivará nuestra percepción de la cultura. Se ensancharán esos halos folclóricos por los que discurren los cauces variopintos y diversos de una nación, que sueña, aspira, conquista y comunica su fe de vida de las maneras que todavía uno, ni en un P ni en lo más intrincado de la Sierra Maestra es capaz de imaginar.
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