Donald Trump en su rendición de cuentas del Estado de la Unión no pudo escapar de sí mismo. En su informe a un año de su administración, ofreció un recital de cómo dar la vuelta al mundo sin moverse del sitio. Apeló a los grandes valores del sueño americano y acabó exigiendo un muro con México. Quiso ser moderado y solemne, pero ordenó la continuidad de la prisión del territorio ilegalmente ocupado en Guantánamo. Ofreció unidad a una nación fracturada y al final sólo puso sobre la mesa más polarización y rechazo a los inmigrantes. Trump terminó siendo Trump, el presidente de la división.
Cada presidente ha usado su discurso del estado de la unión, su informe de gobierno anual, para ofrecer su versión publicitaria de la narrativa nacional; Trump ofreció su propia interpretación particularmente osada.
Fue un discurso el que no dudó en apuntarse como méritos las cosas que van bien y en el que aprovechó para cargar contra las políticas de su predecesor al hablar de los retos que tiene por delante. Pese a su retórica grandilocuente, evitó entrar en muchos detalles que cuestionaran su mensaje. Repleto de golpes de efecto y fiel a los postulados que le llevaron la Casa Blanca, Trump ofreció una exhibición depurada de su nacionalismo y volvió a atacar a su presa preferida, la inmigración, causa de todos los males económicos.
“El desempleo entre los afroamericanos está al nivel más bajo nunca antes registrado. Es algo de lo que estoy muy orgulloso”. Esos indicadores se corresponden con la realidad, pero exagera al atribuirlo a sus políticas. La mayor parte de la reducción del desempleo en este segmento social se produjo con Barack Obama, del 16,8% al 7,8%. Ahora está en el 6,8%. También se atribuyó la creación de 2,4 millones de empleos desde las elecciones, pero más de medio millón corresponden a los últimos meses de Obama.
Buena parte del liderazgo del partido republicano, como se esperaba, aplaudió su desempeño. Pero, entre los demócratas y principales medios de comunicación, la reacción fue inversa. Si bien algunos destacaron el tono de sus palabras –inusual en Trump–, catalogaron su discurso como “palabras vacías que solo demuestran que puede leer de un teleprómter”, pero no corresponden con sus actos en el campo.
Trump debía recuperar la iniciativa e insuflar nuevos bríos a unos republicanos perplejos. Pero también tenía que responder a una nación que aguardaba con ansiedad una explicación a los desafíos que él mismo ha planteado: el destino de los indocumentados, el fin de la cobertura sanitaria, la carrera nuclear, el terrorismo islámico, las explosivas relaciones con México, China o Irán. Bajo la cúpula del Capitolio bullían las grandes preguntas sobre la política de lo próximo y lo lejano.
En su discurso, el presidente insistió además en una propuesta de línea dura que presentó la semana pasada al Congreso y en la cual ofrece un camino para los 1,8 millones de personas,-los llamados dreemers,- pero exigiendo a cambio una multimillonaria inversión para construir un muro en la frontera y una serie de reformas del sistema migratorio que bloquearían el ingreso de casi 50 % de las personas que se radican legalmente en EE. UU cada año. El glorioso Estados Unidos de que habló constantemente Trump sigue siendo un país con millones de pobres y desamparados sin acceso a la salud y con una educación pública que marcha hacia la ruina. Sus políticas agravarán este desastre e incrementarán notablemente la ya obscena desigualdad social, como lo demuestra la reforma fiscal de que tanto presume.
No deben extrañar la arremetida y las amenazas a Cuba y Venezuela, a las que intenta asfixiar con políticas de fuerza.
El resultado de esta intervención muy del gusto republicano, que se elevó por encima de las peleas tribales, pero que no pudo escapar del propio muro que, día a día, durante 12 vertiginosos meses ha construido.
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