Se sabe que el cerco económico que contra Cuba ejercen los Estados Unidos desde hace más de medio siglo, y que la comunidad internacional ha rechazado casi en pleno por veintitantas veces en el seno de la ONU, constituye una complicada urdimbre de disposiciones, ordenandazas y decretos que ha hecho metástasis en casi todo el sistema legislativo norteamericano.
Se conoce además que el presidente Barack Obama, a quien restan apenas unos meses en la Casa Blanca, ha querido dejar entre sus “legados políticos” (si nos remitimos a sus propios pronunciamientos), el haber reanudado los vínculos diplomáticos con Cuba y el tendido de senderos para la normalización de las deterioradas relaciones bilaterales.
Sin embargo, y lo reiteran no pocos analistas de calibre como el académico Esteban Morales, todo hace creer que a pesar de su retórica y de sus pasos a favor de un acercamiento con La Habana, no es Obama todavía lo suficientemente consistente como para concretar otras rutas positivas que todavía le competen en ese sentido.
Parecería entonces que tal vez el saliente mandatario demócrata y primer descendiente de africanos en ocupar la Oficina Oval, no llegaría a concretar su anunciada meta de liquidar el cerco a la Mayor de las Antillas, algo que ya también viene sucediendo con una parte significativa de sus iniciales promesas y propósitos eleccionarios.
De manera que en buena medida no debe soreprender a nadie que el jefe de la Casa Blanca haya decidido este septiembre alargar por un año más la vigencia, en el caso cubano, de la aplicación de la titulada Ley de Comercio con el Enemigo, un artilugio que data de 1917, y que autoriza al mandatario del país a regular las transacciones comerciales y financieras con otros gobiernos extranjeros en caso de guerra o de “emergencia nacional”.
Se trataría —precisan algunos estudiosos— de una suerte de política de dos aguas, dedicada a crearse una “agradable” imagen personal y mediática, tal vez con vistas a la posteridad, a la vez que no enfilada y decidida por completo a torcer el cuello a una de las barreras claves que La Habana ha definido como de vigencia inaceptable si realmente se desean vínculos mutuos respetuosos, beneficiosos y civilizados.
Desde luego, no es solo la titulada Ley de Comercio con el Enemigo el único legajo a desautorizar, y es que como apuntábamos, el pretendido cuerpo institucional del bloqueo es un enmarañado de ordenanzas que casi atraviesa de punta a punta todo el aparato legislativo de la primera potencia capitalista.
Estudios registrados en la Biblioteca Nacional José Martí, por ejemplo, enumeran, entre las muchas disposiciones que calzan el cerco a Cuba, y junto a la citada Ley de Comercio con el Enemigo, la Ley de Asistencia al Extranjero de 1961; la Proclama Presidencial 3447, de febrero de 1962; las Regulaciones para el control de activos cubanos, de 1963; La Ley Pública 88-205, del mismo año; La ley de Administración de Exportaciones, de 1979; la Ley Pública 99-198, de 1985; la ley de Asignaciones Suplementarias de Emergencia, que data de 1990; y las altamente repudiadas Ley Torricelly o Acta de la Democracia Cubana, y la Helms-Burton o Ley para la Libertad y la Solidaridad Democrática Cubana, ambas de la década de los 90, en que también vio la luz la Ley de Asignaciones para el Presupuesto, de 1999, también contentiva de oscuros designios económicos hacia la Cuba.
Ya en el nuevo siglo, el estudio de marras cita como otros componentes “legales” del bloqueo, la Ley para la reforma de sanciones del comercio, del 2000; y la Ley para la protección de la violencia y las víctimas del terrorismo, también de ese año.
Entonces, cabe preguntarse si a Cuba, incluso por un asunto de pura lógica y supervivencia, cabe o no el derecho de seguir denunciando pública y permanentemente, y en todos los foros posibles, semejante carga agresiva contra su derecho a existir como nación y como pueblo.
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