Cuando falleció en 1982 yo terminaba el preuniversitario y aunque no había vivido sus batallas defendiendo a Cuba en la ONU y retirándose “con los pueblos de América” de la OEA, Raúl Roa era para mí una figura legendaria. Lo había visto con su gesticulación cubanísima y su adjetivación avasalladora en el documental Pablo, de Víctor Casaus, hablando de sus amigos Pablo de la Torriente Brau y Rubén Martínez Villena y dando color con su verbo torrencial a toda una época.
Mi padre acostumbraba a citarlo cuando quería argumentar el carácter visionario de Fidel -“Roa dice que oye la hierba crecer y ve lo que está pasando al doblar de la esquina”- pero fue su prólogo a la poesía de Rubén que leí siendo adolescente el que me hizo descubrirlo como gran intelectual y fecundo escritor, además de hacerme admirar su lealtad al amigo fallecido al que seguía defendiendo en su polémica con Jorge Mañach, aun después de muerto.
Al leer, más tarde, la compilación de sus textos recogidos en La revolución del 30 se fue a bolina -título que lamentablemente presté y perdí y, por ende, cito aquí de memoria- me impresionó la claridad argumentativa de la decisión de lucha recogida en el artículo “Tiene la palabra el camarada máuser” que creo recordar abre el libro, y la referencia a “discípulos dispuestos a la negación constructiva” en el discurso ante el fallecimiento de Enrique José Varona, tutor intelectual de su generación.
Aunque fue la entrevista con Ambrosio Fornet que cierra ese libro bajo el título “Tiene la palabra el camarada Roa”, publicada originalmente en 1968, la que me llevó a otras lecturas en busca de personajes y hechos que él jerarquiza con su palabra afilada y su participación como protagonista de un largo período en la historia de Cuba; pero también como un profundo conocedor de su historia, su arte, su literatura y sus intelectuales cuyas mejores realizaciones promovió cuando en 1948 fue designado Director de Cultura del Ministerio de Educación.
Consecuente hasta el final de sus días, su respuesta a Fornet cuando este le pregunta por los “golpes” que repartió en la aguda lucha ideológica en que participó entre 1931 y 1935 responde:
“No me disculpo ni me arrepiento hoy de ninguno de esos golpes: los di a conciencia y a conciencia los reitero.”
Quien antes de 1959 criticó el uso dogmático del marxismo impulsado desde la URSS y fue entonces un agudo cuestionador del estalinismo encontró y abrazó en la Revolución cubana la aplicación creadora de las ideas de Marx. Roa define su militancia en el Partido Comunista de Cuba liderado por Fidel como “el más alto honor de mi vida revolucionaria” y dice a Fornet:
“el marxismo, bajo la égida de Fidel Castro, se concibe y aplica con un ímpetu creador y una independencia de criterio que jamás antes tuvo, sin que se altere su sustancia, se soslaye su carácter internacionalista, ni se detenga su expansión. De eso le viene su frescura, su vitalidad, su audacia, su firmeza, su autoctonía y su universalidad a la Revolución Cubana. Por eso, ahora se es y no se es marxista como se era diez años, veinte años atrás.”
Su antimperialismo era raigal, culto e ingenioso, el cine cubano recogió para la historia cuando desmintió a un diplomático estadounidense en la ONU enarbolando una biblia. Genio y figura hasta la sepultura, cuando ya no era canciller sino Vicepresidente de la Asamblea Nacional de Cuba y presidía una Conferencia Interparlamentaria Mundial que sesionaba en La Habana espetó a un representante estadounidense que insistía en intervenir:
“Tiene la palabra el delegado de Estados Unidos, pero sin guapería”.
En Raúl Roa se unen, como en varios de sus compañeros de generación, vanguardia intelectual y política, unidad que es una de las claves para entender la permanencia del proyecto político triunfante en 1959 y para garantizar su supervivencia ante los desafíos que nos plantea el porvenir. A 34 años de su muerte trabajar por preservar esa unidad sería el mejor y más consecuente de los homenajes.
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