Por él mismo, seguramente Fidel Castro nunca hubiera elaborado un concepto de Revolución. No le hacía falta y, de cara a su vida, hasta parecería redundante. Su trayectoria fue, línea a línea, el manual más completo de la rebeldía en función de mejorar el mundo, pero tal era su compromiso con la Cuba del mañana que un día presentó, en la aparente volatilidad de un discurso, la definición rápidamente arraigada que necesitamos en la Isla para cuidar en su ausencia el camino de la audacia.
Aclarado entonces que el concepto de Revolución es para mí el mejor autorretrato que nos dejara Fidel, paso a detenerme en una parte de la definición que me interesa sobremanera: “es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas”. De Céspedes a Raúl, pasando por esas cumbres que son Martí y el propio Fidel, la Historia de Cuba es ese entendimiento: las ideas no se matan… ni se mueren.
Así como supo cuándo había que atacar un cuartel o lanzarse al mar en un yate que más bien era semilla del Ejército que creció a la altura de la Sierra más alta que tenemos, Fidel fue desde el primer día del primer enero un incansable sembrador de creatividad que elaboró en su momento la batalla de ideas, el programa integral que asumió, en otras condiciones, aquel “¡ganémosla a pensamiento!” con que su Maestro primordial llamó a enfrentar la guerra que en el campo ideológico se plantó a Cuba desde el principio.
El hombre que partió de Tuxpan con esta carta náutica: “si salgo, llego; si llego, entro; si entro, triunfo”, y que poco después, diezmada su expedición, le aseguró a Raúl que con solo siete fusiles sí ganaban la guerra, tuvo siempre sobre sus adversarios una ventaja desequilibrante: un manantial de avanzadas ideas. Aun los rivales que reconocieron su recurso de pelea no pudieron presentarle una respuesta a su altura, que les diera alguna posibilidad frente al Comandante invicto. Incluso, Donald Trump, que cometió la bajeza de denigrar a Fidel cuando Cuba lloraba su muerte, está vencido —sin posibilidad de “revancha” en unos cuantos siglos— por el noqueador de imperios de Birán.
La fuerza de la verdad y las ideas no solo preservó el proyecto social de los cubanos hasta hoy sino que es la principal seguridad que tenemos para llevarlo varias generaciones más allá y clavarlo en el futuro cual bandera del bien.
Fidel, ¿quién lo ignora?, estaba consciente de ello, a tal punto que en abril de este año, cuando en la clausura del VII Congreso del Partido nos hizo aquel triste comentario: “A todos nos llegara nuestro turno…”, lo calzó con otro que lo hace eterno a él y nos blinda a todos: “…pero quedarán las ideas”.
Quienes supimos desde el bautizo de la Generación del Centenario que la filiación martiana del líder no era cosa de la piel sino del corazón, vimos enseguida el parentesco patriótico de esa frase con aquel “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento…” con que en su último mayo, en 1895, el Apóstol habló al futuro por medio de Manuel Mercado.
Al cabo, como seguras trincheras de ideas, ahí están los dos: en Santa Ifigenia, en los pueblos de Cuba y, sobre todo, en cada alma de cubano verdadero.
Es cierto lo que dijo el hombre-Revolución: ninguna fuerza puede aplastar la fuerza de la verdad y las ideas. Una aleación de verdad e ideas, más poderosa que sofisticados aceros, le salvó infinitas veces la vida al Comandante. Era el ideario, fórmula metalúrgica absolutamente desconocida por los enemigos de la libertad.
Fidel, que una vez ante una pregunta pública sobre su “chaleco protector”, se abrió la camisa y enseñó su pecho verde olivo, lo dejó claro: lo que llevo es un escudo moral”. La revelación desconcertaría más a sus enemigos, que seguramente comprendieron no solo que nunca podrían matarlo sino que aquel barbudo jamás llegará a morirse.
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