Creía en la democracia y en el derecho de los pueblos a conquistar la dignidad humana por vías electorales.
No era antimilitarista, sino revolucionario socialista, marxista, convencido de que se podían repartir equitativamente el pan, la educación, el derecho al trabajo o la salud si se ponía fin a la esclavitud que los monopolios y la explotación ejercían sobre hombres, mujeres y niños.
Como médico había servido a su pueblo. Salvador Allende sabía que la raza humana era una sola y sentía como un deber ayudar al prójimo, más allá de su entorno geográfico.
Veneraba el amor y la amistad leal tanto como repudiaba la insensibilidad y la traición.
Los hechos que sucedían en su querida patria, prácticamente desde que fue proclamado presidente tres años antes, presagiaban duros enfrentamientos con los adversarios de la democracia popular.
Pese al apoyo creciente de las mayorías beneficiadas con el programa del gobierno de la Unidad Popular que encabezaba, no se podía negar la activa oposición política de la derecha derrotada, orientada por los burgueses y grupos de poder mediáticos.
No faltaban los asesinatos para inducir el golpe militar, como tampoco el sabotaje económico, el bloqueo financiero externo, la subversión ideológica o las continuas conspiraciones en el seno de las fuerzas armadas.
No se ocultaba el avieso rol del gobierno de Estados Unidos contra la administración de Allende, ejecutado bajo el patrocinio experto del secretario de Estado Henry Kissinger.
A ello se sumaba la perniciosa desunión en las filas de la izquierda revolucionaria, coincidente ideológicamente con Allende, pero no siempre satisfecha con el ritmo del programa transformador ni con la visión estratégica previsible para parar un inevitable golpe de Estado que se veía venir desde meses antes.
Su amigo y admirador, el Comandante Fidel Castro, lo había advertido en innumerables ocasiones durante su larga visita al país austral en noviembre-diciembre de 1971. Le aconsejó sinceramente a todas las partes la unidad y evitar el revolucionarismo que algunos le exigían a un presidente acosado por sus enemigos, cuando ya el fascismo levantaba cabeza con el pretexto del desabastecimiento y la socorrida campaña de la intromisión cubano-soviética.
No pocos simpatizantes del jefe de la Revolución, aun con el respeto que su figura histórica despertaba, pensaron que exageraba en aquel discurso en el estadio nacional de Santiago, durante la masiva despedida, cuando alertaba francamente que la desunión fortalecía a la derecha fascista, empeñada en ganar las capas medias y los sectores de población menos conscientes, cosas que había visto durante su recorrido por el país.
Si lograban alcanzar el poder, ya sabría la reacción termidoriana acabar con todo lo que oliera a progreso y hacer pagar bien caro la odisea revolucionaria, les advertía Fidel.
En el mismo escenario, Salvador Allende repetía su convicción en que las fuerzas de la derecha no se atreverían al golpe de Estado, y que en caso de llegar a ese extremo, solo lo sacarían de La Moneda sin vida, cumpliría hasta el final su obligación como presidente constitucionalmente elegido por el pueblo.
Creía firmemente que era posible sostener la democracia popular por la que tanto había luchado en su larga vida política, y consecuente con ese criterio, la defendió hasta la última bala con las armas que disponía, junto a un puñado de fieles colaboradores
Aquel martes 11 de septiembre de 1973 fue el epílogo de las duras y difíciles jornadas de represión y terror que costaron la vida y el exilio a miles de patriotas chilenos, muchos radicados definitivamente en países que los acogieron durante veinticuatro años de dictadura pinochetista.
Su ejemplo, sin precedente hasta entonces, trazó pautas de dignidad y honor en la conducción de un proceso revolucionario conquistado por la voluntad popular en las urnas, y dejó enseñanzas que perduran en la ética cívica de los movimientos políticos antiimperialistas que reivindican la soberanía y la justicia social en nuestro continente.
HÉROES DE VERDAD, NO DE PELÍCULAS
Cuando Salvador Allende disparaba su fusil desde el asediado Palacio de La Moneda no podría ni siquiera imaginar que en las escuelas cubanas ya estudiaban generaciones de cubanos capaces de imitar su ejemplo, años después, sin armas de fuego, pero con la misma convicción en la justeza de sus ideas.
Esta vez en la sede de las oficinas del FBI en La Florida, bajo el comando del jefe de ese cuerpo, Héctor Pesquera, se reunieron en la madrugada del 12 de septiembre de 1998 alrededor de 200 efectivos entre policías del Estado, agentes del FBI y del SWAT usando uniformes y botas negras, algunos con máscaras antigás, para irrumpir minutos después en diferentes sitios con el propósito de llevar a cabo una operación contra personas desarmadas, como no se recuerda en esa ciudad.
Solo faltaban los tanques, que junto a la aviación hicieron fuego contra La Moneda, aunque para más similitudes, helicópteros con potentes luces penetraron en las casas miamenses señaladas como objetivos.
Ya en el Centro de Detención Federal, adonde fueron conducidos y separados en celdas, si Gerardo Hernández, René González, Ramón Labañino, Tony Rodríguez o Fernando Gonzáles hubieran aceptado declararse como espías al servicio de un país extranjero, luego de ser advertidos de que en ese caso podían ser condenados suavemente e incluidos en un programa de protección de testigos, otro destino habrían tenido y no el de las desproporcionadas e injustas sanciones que recibieron del tribunal.
Los jóvenes cubanos prefirieron soportar los rigores de la prisión y el dolor tremendo de convertirse en memorias para sus familiares, compañeros y amigos, antes que flaquear frente al adversario y traicionar a su patria.
Puesto en una coyuntura, en parte similar, Salvador Allende renunció a la oferta final de claudicación que recibió del jefe de los golpistas, aún sin saber, pero presintiéndolo, que el avión que le ofrecían para viajar al exterior sería ametrallado en pleno vuelo.
Así son los héroes reales, no los de películas de ficción, estos últimos representados no pocas veces en la pantalla sobre una montaña de cadáveres de supuestos enemigos.
La firmeza de principios y el valor heredados de una historia que reencarna en los Cinco patriotas cubanos luchadores contra el terrorismo se sustentan, por supuesto, en las convicciones ideológicas de saberse combatientes por la defensa de su patria contra el terrorismo anticubano que hizo de Miami su sede principal, y del compromiso personal para evitar en lo posible el crecimiento de un martirologio que segó la vida de más de tres mil cubanos en poco más de cuatro décadas.
Por ello, no es de extrañar que 15 años después de injusto encarcelamiento, de torturas sicológicas y absurdas prohibiciones a sus derechos como ser humano, Gerardo Hernández Nordelo, sobre quien pesa la sentencia de vivir dos veces para morir en prisión perpetua, aún se lamente de no tener más vidas para entregarlas a su querida patria.
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