Es cierto que la primera variable a considerar a la hora de entender el “nuevo enfoque” de política hacia Cuba, anunciado por el presidente Barack Obama el 17 de diciembre de 2014, es la propia resistencia del pueblo cubano y la sabiduría de su liderazgo histórico, quienes durante más de 50 años han vencido las más disímiles variantes de agresión diseñadas por once administraciones estadounidense para lograr el “cambio de régimen” en la Isla. Sin esa resistencia y sobrevivencia del proyecto cubano sería imposible analizar otros factores que también incidieron en el curso actual adoptado por la administración Obama en cuanto a la política hacia Cuba.
Por demás, Cuba arribó al 17D en medio de un proceso de actualización de su modelo económico y social y en el momento más exitoso de su historia en el escenario internacional, elementos que indudablemente fueron tomados en cuenta por la administración demócrata para la reevaluación de su política hacia la Mayor de las Antillas. Cuba entra además en esta nueva etapa de pie, no de rodillas, sin la menor sombra a su soberanía o concesión alguna que signifique la abjuración a los principios proclamados y defendidos por la Revolución durante décadas.
Sin embargo, la capacidad de sobrevivencia de la Revolución Cubana no hubiera sido suficiente para producir una revisión de la política de los Estados Unidos hacia Cuba como la que hemos visto del 17 de diciembre a la fecha. Otro grupo de variables también han tenido un rol significativo. Entre ellas, sin duda, la variable América Latina y el Caribe, en medio de importantes desplazamientos en la correlación de fuerzas a nivel internacional, ha sido la de mayor impacto. Los cambios ocurridos en la región, desde la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela en 1998 hasta la actualidad, explican también en gran medida el 17D.
La administración Bush resultó ser un fracaso en cuanto a su política hemisférica. Años que fueron muy bien aprovechados por las fuerzas progresistas y de izquierda en la región, las cuales igualmente ganaron terreno ante los nefastos efectos que dejaron en la región los políticas de ajuste neoliberal.
Si nos guiamos por las llamadas estrategias de “seguridad nacional” de los Estados Unidos, podríamos caer en el error de pensar que América Latina y el Caribe, no es la región por excelencia que, desde el punto de vista geopolítico, reviste la mayor importancia para los intereses de los Estados Unidos. El hecho de que la región no aparezca mencionada con frecuencia en estos informes, no significa que esté lejos de formar parte de las máximas prioridades de la política exterior de los Estados Unidos. “Más allá de la retórica y de argucias diplomáticas –destaca Atilio Borón-, América Latina es, para los Estados Unidos, la región del mundo más importante”.
Recordemos que en América Latina, y muy especialmente en Sudamérica, existe una exorbitante riqueza de recursos naturales. Posee casi el 50% del agua dulce del planeta y las mayores reservas probadas de petróleo en Venezuela y submarinas en el Litoral Paulista en Brasil. México, Ecuador, Perú, Colombia y Argentina también cuentan con grandes reservas de petróleo. Además de eso, en la región se concentran grandes yacimientos de gas y ríos que proporcionan energía hidroeléctrica. Siete de los países de la región se encuentran entre los diez productores de minerales claves para el complejo militar industrial norteamericano. La mitad de la biodiversidad del planeta también se halla en América Latina y el Caribe. Esto y mucho más, lo conocen bien los Estados Unidos, sobre todo en tiempos en que se acrecienta la lucha por apropiarse de los bienes comunes del planeta.
Por otro lado, para nadie es un secreto que un fallo de los Estados Unidos en la imposición de su voluntad en América Latina y el Caribe como el que hemos visto en los últimos años, cuestiona su decisión de recuperar o mantener el liderazgo en otras regiones del mundo. En un momento de relativo declive de la hegemonía de los Estados Unidos a nivel global, y cuando otros actores internacionales, en especial China y Rusia, disputan cada vez más a Washington esta supremacía, incluso en su “histórico traspatio” -dentro de muy poco se estará abriendo un canal interoceánico por Nicaragua, a partir de una gran inversión china- Estados Unidos necesita replegarse hoy más que nunca hacia lo que consideran también como su área natural de influencia, en busca de una recomposición más efectiva de su liderazgo. La situación en América Latina y el Caribe se les ha ido tanto de las manos que necesitan hacerlo de un modo diferente.
Por el momento, Washington aspira lograr la rearticulación de esa hegemonía a través de vías y mecanismos mucho más inteligentes y sutiles, dentro de la concepción estratégica que Joseph Nye ha denominado poder inteligente, y que consiste en una mejor articulación en la política exterior norteamericana de los instrumentos tradicionales del poder duro (hard power) como son: el uso del poderío militar y la coerción económica con los instrumentos del “poder blando” (soft power) relacionados con la capacidad de persuasión utilizando la diplomacia, los medios de comunicación, la promoción del modo de vida norteamericano y la asistencia al exterior.
Y es en esa estrategia donde Cuba se convierte en una pieza fundamental para Washington, pues su arcaica, fallida e impopular política hacia la Isla se había convertido en un impedimento para hacer avanzar sus intereses en la región; en una especie de muro de contención hacia propósitos mayores. Las Cumbres de las Américas en las que había participado el presidente Obama, antes de la más reciente celebrada en Panamá, habían sido la muestra más elocuente de esa realidad. En especial la VI, realizada en Cartagena de Indias, Colombia, en abril del 2012, donde Obama recibió fuertes críticas de prácticamente todos los países presentes por la ausencia de Cuba en esos foros, incluso, con declaraciones de varios mandatarios latinoamericanos en las que señalaban que, de no estar Cuba en la próxima cumbre, dejarían de asistir. Como resultas, la política de aislamiento de los Estados Unidos contra Cuba durante años fue provocando un autoaislamiento de los Estados Unidos y una pérdida significativa en su capacidad de influir en Cuba y en el hemisferio. Así lo ha reconocido el propio Obama y su secretario de Estado, John Kerry.
Como ha señalado el destacado investigador cubano Jesus Arboleya, la absurda política de los Estados Unidos hacia Cuba amenazaba con poner en riesgo todo el sistema panamericano creado por los Estados Unidos para garantizar su dominación en América Latina y el Caribe. Quitarse de encima lo que algunos autores han denominado “la distracción cubana” para poder trabajar en otros objetivos mucho más estratégicos en el hemisferio dentro de su agenda de “seguridad nacional”, se hacía entonces indispensable para Washington. De ahí que Cuba hoy tenga ese altísimo nivel de prioridad –antes inimaginable- que estamos observando en la política exterior de los Estados Unidos. Prácticamente el mismo que tuvo en el siglo XIX, al considerarse un puente imprescindible para la expansión de la dominación de los Estados Unidos en el continente.
Solamente en los años 70 del siglo pasado, América Latina y el Caribe, había sido un factor también determinante –aunque en menor medida a lo que es hoy- para la administración Ford-Kissinger -y luego también la de James Carter- a la hora de intentar avanzar hacia una mejor relación con Cuba. En aquellos años, amplios sectores de la élite de poder de los Estados Unidos valoraban que el éxito de la política de la administración republicana hacia la región –el llamado “nuevo diálogo”-, dependía en gran medida de una política de distensión con Cuba. Después de Viet Nam, Watergate, el golpe de estado a Salvador Allende, la revelación para el público norteamericano y mundial de numerosos planes de asesinatos contra líderes extranjeros, era necesario construir una nueva imagen de los Estados Unidos hacia el hemisferio. Un mejoramiento de las relaciones con Cuba formaba parte de esa estrategia de limpieza de imagen pública y a la vez el resultado –entre otros factores- de una fuerte presión de los países de la región exigiendo el cambio.
“La mayoría de los países en el hemisferio ahora se oponen a las sanciones de la OEA –le decía Stephen Low a Henry Kissinger el 30 de agosto de 1974; la constante introducción del tema cubano amenaza con distorsionar el nuevo diálogo; y la aplicación de nuestras sanciones de negativa comercial a terceros países ahora nos cuesta más de lo que le cuesta a Castro. El tema de Cuba también está complicando nuestras relaciones con Canadá y algunos países europeos y asiáticos”. Asimismo, El 27 de marzo de 1975 el asesor del subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Harry Shlaudeman, hizo una valoración que pudiera estar hoy en boca de alguna figura clave dentro de la administración Obama: “Si alguna ventaja entraña para nosotros el fin del perpetuo antagonismo reside en eliminar a Cuba de las agendas nacional e interamericana —anular el simbolismo de un asunto intrínsecamente trivial (…) Nuestro interés es dejar atrás el problema de Cuba, no prolongarlo indefinidamente”.
Por lo tanto, podemos concluir que el respaldo de América Latina y el Caribe ha sido fundamental para Cuba a la hora de hacer frente a la asimetría que siempre han caracterizado las relaciones con los Estados Unidos. Cuando Cuba se sienta en la mesa de negociaciones con la gran potencia del Norte lo hace consiente que tiene detrás la solidaridad de toda una región que es hoy cada vez más vital para los intereses de “seguridad nacional de los Estados Unidos” o más bien para los intereses de seguridad imperial de la clase dominante en ese país. De ahí que, cuando Estados Unidos negocia con Cuba, está también negociando de manera indirecta con América Latina y el Caribe, y con otros actores en el escenario internacional que han exigido durante años un cambio en el enfoque de la política hacia la Mayor de las Antillas.
Con el nuevo curso de política que la administración Obama está siguiendo con Cuba, Washington está tratando de hacer converger los intereses particulares hacia Cuba, con los regionales y globales, en una variante de política ganar-ganar, al decir de Hillary Clinton. De ahí la gran campaña de opinión pública, de símbolos e imágenes, que se han estado moviendo detrás de cada paso dado por la administración Obama en su política hacia la Isla. No fue casual, que las primeras medidas de flexibilización de la política de Estados Unidos hacia Cuba –aumento de los viajes y las remesas-, adoptada por la administración Obama, se hayan anunciado pocos días antes de la realización de la Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago, como tampoco que, el anuncio del 17 de diciembre, se hubiera efectuado a pocos meses de la celebración Cumbre de las Américas en Panamá.
La nueva política de Washington hacia la Habana no deja también de procurar crear confusión y división dentro de las fuerzas progresistas y de izquierda en la región y afectar en lo posible el avance de los procesos y mecanismos de integración entre nuestros países, desplazando su mayor atención y concentración de recursos e instrumentos hacia el objetivo de revertir el proceso revolucionario en Venezuela, por lo que representa ese país en toda la arquitectura integracionista de los países del Sur y el Caribe, así como por sus recursos naturales. Destruyendo la Revolución Bolivariana, consideran se establecería el efecto dominó que revertería uno a uno los procesos revolucionarios del continente y una vez presentes en Cuba, después de establecidas las relaciones diplomáticas y económicas, su pensamiento pragmático –siempre errado a la hora de aplicarlo a nuestro país- los conduce a vaticinar que a la Isla no le quedaría otra alternativa que sucumbir dócilmente a sus pies. Máxime, cuando se acerca el cambio generacional en la dirección del país. “Si nos acercamos –dijo Obama el 21 de diciembre de 2014 al ser entrevistado por un programa de CNN-, tendremos la oportunidad de influir en el curso de los acontecimientos en un momento en que va a haber cambios generacionales en ese país. Creo que debemos aprovecharlo y tengo intención de hacerlo”.
Los hechos comprueban que la actitud de Cuba en relación con sus vecinos latinoamericanos y caribeños, así como con los procesos de integración se mantiene incólume. El resuelto apoyo del gobierno y pueblo cubano a Venezuela, luego que el presidente Obama declarara que esa nación representaba una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos, fue la señal más importante a la hora de marcar cual es la hoja de ruta de Cuba.
“Estados Unidos debería entender de una vez –expresó el presidente Raúl Castro en Caracas el 17 de marzo de 2015- que es imposible seducir o comprar a Cuba ni intimidar a Venezuela. Nuestra unidad es indestructible. Tampoco cederemos ni un ápice en la defensa de la soberanía e independencia, ni toleraremos ningún tipo de injerencia, ni condicionamiento en nuestros asuntos internos. No cejaremos en la defensa de las causas justas en Nuestra América y en el mundo, ni dejaremos nunca solos a nuestros hermanos de lucha. Hemos venido aquí a cerrar filas con Venezuela y con el ALBA y a ratificar que los principios no son negociables”.
Si precisamente los logros alcanzados en materia de integración y unidad en América Latina y el Caribe han tenido un influjo importante en las posiciones “conciliadoras” de Washington con La Habana, cómo pensar que Cuba pudiera ahora asumir la conducta ingenua y poco ética de abandonar el camino que desde los inicios de la Revolución ha caracterizado la política exterior de nuestro país hacia la región -aún en momentos de total aislamiento- y que tanta sangre y sacrificio ha costado al pueblo cubano. Pero además, no puede encontrarse en la historia de la Revolución Cubana, ningún hecho donde el gobierno cubano haya afectado los compromisos y la solidaridad con otras naciones para agradar a los Estados Unidos. Así fue en los años 70, cuando Estados Unidos pedía que, a cambio de la “normalización” de las relaciones, Cuba retirara sus tropas de África. Cuba jamás vinculó en la agenda de su política exterior el proceso de “normalización” de las relaciones con los Estados Unidos con su activismo internacional y solidaridad con las causas del Tercer Mundo. Fue Estados Unidos, en aquella coyuntura, el que estableció ese nexo dañino, importándole más el conflicto este-oeste, que la normalización de las relaciones con la Isla; el que mezcló los asuntos bilaterales con los multilaterales, pretendiendo ser juez y árbitro de la proyección internacional de Cuba.
Si para los Estados Unidos la mejor estrategia –como ya estamos viendo en la actualidad- es emplearse a fondo para revertir los procesos de cambios que hoy se viven en nuestro hemisferio, apoyar la restauración conservadora y fracturar a través de los más disímiles y sofisticados instrumentos la integración y unidad de la región, para Cuba será siempre fortalecer aún más los vínculos y los procesos de integración con los gobiernos y pueblos latinoamericanos, así como con esos países que hoy contribuyen a la formación de un mundo multipolar, agrupados fundamentalmente en el grupo de los BRICS, como el único camino emancipador posible.
El 17D puede considerarse uno de los resultados políticos más importantes del cambio de época que hoy vive América Latina y el Caribe, también la presencia de Cuba por primera vez en una Cumbre de las Américas, así como el hecho de que el presidente Obama tuviera que retractarse de la ofensiva y ridícula orden ejecutiva del 9 de marzo del 2015 donde se calificaba a Venezuela como una amenaza extraordinaria e inusual a la “seguridad nacional” de los Estados Unidos. En otros tiempos de triste recordación en el hemisferio, eso hubiera implicado irremediablemente la invasión de los marines yanquis.
No obstante, pienso que América Latina y el Caribe, debería avanzar también la integración en el área militar –aunque primero o paralelamente habría que deshacerse de todo el sistema interamericano de defensa creado por los Estados Unidos desde 1948-, pues basándonos en la historia de los imperios, no podemos descartar un escenario futuro en que, los Estados Unidos, ante el fracaso de sus objetivos estratégicos en América Latina y el Caribe y el incremento de las dificultades para el acceso a los recursos naturales con los cuales sostienen sus supremacía militar y los altos patrones de consumo de su sociedad, opte nuevamente por privilegiar los mecanismos más abiertamente agresivos e intervencionistas. No es fortuito que los Estados Unidos en los últimos años hayan venido incrementando su presencia militar en la región en las zonas que pueden generar mayor conflictividad a sus intereses y donde se encuentran los recursos naturales más estratégicos de cara al futuro. Actualmente Washington posee 77 bases militares operando en la región. Tampoco es accidental la reactivación de la IV Flota desde mediados de 2008.
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