Fernando Ortiz solía afirmar que la cubanía es, ante todo, sentimiento, identidad, sentido de pertenencia. Cubano, concluía genialmente ese gran sabio, es la voluntad de serlo. Aseveración que debemos retomar si queremos entender a ese ser contradictorio que se llamó José María Heredia.
Primogénito del matrimonio del doctor José Francisco Heredia con su prima Mercedes, ambos naturales de Santo Domingo, hoy República Dominicana, el futuro cantor del Niágara nació el 31 de diciembre de 1803 en Santiago de Cuba, pero solo vivió seis de sus años de existencia en nuestra patria.
Siempre se sintió cubano y no dominicano, como sus padres, o mexicano, dado que residió por más de 16 años en la tierra del cura Hidalgo. Vivió orgulloso de ser hijo de esta Isla y la dotó de dos emblemáticos símbolos: la palma real y la estrella solitaria.
SUS CONTRADICCIONES
Según sus biógrafos, en la niñez y adolescencia viajó con sus padres a Santo Domingo; Florida, entonces posesión española; y Venezuela. Regresó a Cuba en diciembre de 1817. En abril de 1819, marchó junto con su familia hacia México y reinició allí sus estudios de Leyes.
Al fallecer su padre (octubre de 1820) y sin medios de fortuna, retornó a Cuba. En la Universidad de La Habana obtuvo el 12 de abril de 1821 el título de bachiller en Leyes. Se recibió de abogado en la Audiencia de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, el 9 de junio de 1823.
Cinco meses después, tuvo que abandonar la Isla por estar involucrado en la Conspiración de los Rayos y Soles de Bolívar.
Aquí se manifiesta uno de esos rasgos inexplicables de la personalidad de Heredia, cuando antes de partir a Norteamérica para evitar la prisión, envía una carta a las autoridades coloniales en la que renegaba del movimiento independentista y se declaraba desligado a él.
Tal incoherencia la reiteraría años más tarde en su prolongado exilio (1836). En plena contradicción con su poesía patriótica, por la cual había devenido paradigma para sus compatriotas, envía otra misiva a las autoridades españolas, renegando de su pasado independentista para que le dejaran visitar la Isla.
EL PRIMER POETA NACIONAL
Vivió de diciembre de 1823 hasta agosto de 1825 en los Estados Unidos. Durante ese período, publicaría en Nueva York (junio de 1825) su primer volumen de Poesías en la que incluye su célebre poema Niágara.
En la segunda edición de este título incluyó, además de Niágara, otras piezas antológicas que le otorgaron la inmortalidad: La estrella de Cuba, A Emilia, Himno del desterrado, A Bolívar y En el Teocalli de Cholula.
Ya en sus versos proclamaba: “y la estrella de Cuba se alzaba/ más ardiente y serena que el sol”. En Vuelta al Sur, a su “Lira fiel, compañera querida”, convocaba: “en la lid generosa/ tronarás con acento sublime,/ cuando Cuba sus hijos reanime/ y su estrella miremos brillar.
Para Heredia, la estrella es símbolo de soberanía, la expresión de un Estado libre e independiente. No por gusto, en su poema A Bolívar, plasmaba: Y resuena su voz, y soberana/ se alza Bolivia bella,/ y añádase una estrella/ a la constelación americana.
Es indiscutible que en la forja de la nacionalidad cubana, Heredia desempeñó un papel relevante. No solo por el símbolo de la estrella, solitaria en el cielo, libre y pura. Nos dotó también de la palma real, como imagen sublime de la cubanía, la cual se yergue majestuosa en nuestro escudo.
VIGENCIA
Su estancia en Cuba (1836) le reportó momentos desagradables pues muchos de sus antiguos amigos le repudiaron o no quisieron verle. Regresó a México a finales de enero de 1837.
Fue cesanteado como magistrado. Trabajó como redactor de un periódico. Su salud comenzó a quebrantarse. Los médicos se declararon incapaces para combatir el mal que lo corroía. Como el Poeta clamaba en su último soneto, lo que le faltaba era “el grato sol de la esperanza mía”.
El 7 de mayo de 1839, José María Heredia falleció en la ciudad de México. Al paso de los años, como nadie reclamó sus restos, estos fueron arrojados a una fosa común y jamás pudieron recuperarse.
Para los patriotas cubanos la obra poética de Heredia devino símbolo y bandera revolucionaria. Su estrella solitaria, estampada en las enseñas de Cárdenas y de Yara, ondeó por los campos de Cuba, encabezando cargas al machete.
Como afirmé en otra ocasión, sucesivas generaciones de mambises marcharon a la manigua, convencidos de la profecía que hiciera en el Himno del desterrado: “Aunque viles traidores le sirvan/ del tirano es inútil la saña/ que no en vano entre Cuba y España,/ tiende inmenso sus olas el mar”.
Si alguna vez necesitara un epitafio, basta lo expresado por José Martí: “¿Quién, si no cumple con su deber, leerá el nombre de Heredia sin rubor? ¿Qué cubano no se sabe alguno de sus versos, ni por quién sino por él y por los hombres de sus ideas, tiene Cuba derecho al respeto universal?”.
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