En sin dudas la conclusión a la que se llega sin mayores esfuerzos cuando se examinan las más recientes medidas coercitivas contra Rusia instrumentadas por la Casa Blanca y sus socios europeos, justo en un contexto en el cual Donald Trump acaba de desatar una abierta guerra comercial con China y apunta a violentar los vínculos oficiales con Beijing a partir de subvertir el sensible tema de Taiwan.
Esta vez el detonante lo puso en marcha una Gran Bretaña que al parecer desearía, siempre como cola norteamericana, estar más cerca de las ancas traseras de Washington que cualquiera de sus restantes adláteres del Viejo Continente.
El asunto es que, a horas de las recientes elecciones que dieron la victoria a Vladímir Putin, desató Londres una nueva campaña mediática contra Moscú en la que le acusa del envenenamiento en territorio británico del ex doble agente ruso Serguéi Skripal y su hija con el presunto uso del tóxico denominado novichok, que se fabricaba en laboratorios militares de la extinta Unión Soviética.
Vale indicar que, ciertamente, ese tóxico formó parte de los arsenales de la URSS, a los que Occidente tuvo total acceso con la disolución de aquel Estado multinacional, y que finalmente fue eliminado en el gigante euroasiático bajo la supervisión de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas. En pocas palabras, que hoy no existe exclusividad ni control en su posesión, fabricación y uso, aun cuando Rusia ya no lo posea.
No obstante el alboroto británico no tardó en cobrar eco, y otras naciones aliadas de Washington manifestaron de inmediato su condena “a un régimen (el del Kremlin) capaz de practicar semejante acto de barbarie en suelo foráneo.”
Se ha llegado a peticiones extremas como la de demandar el cese de la presencia de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU (lo que de paso eliminaría un veto clave a las propuestas norteamericanas y otanistas), y a alharacas netamente ofensivas contra Moscú como las del novicio secretario británico de defensa, Gavin Williamson, del cual un experto diplomático como el canciller ruso, Serguei Labrov, no pudo menos que decir con fino sarcasmo que “es un joven encantador. Seguramente quiere ganarse un lugar en la historia haciendo declaraciones chocantes…quizás le falta educación.”
De todas formas, nada de lo que diga, alegue o demuestre Rusia parece ser aceptable ni sensato por ahora para las furias anti Kremlin desatadas entre los hegemonistas globales, y en consecuencia los Estados Unidos decidió expulsar a sesenta diplomáticos rusos de su territorio (lo que entre otras cosas inhabilita el consulado de Moscú en Seatle), al tiempo que cerca de otra veintena de Estados, la mayoría de la Unión Europea, han adoptado por hacer lo mismo en sus respectivas capitales, aunque en cuantías variables.
El Kremlin, que en estos días ha recibido la solidaridad de muchas naciones frente a un evidente intento de aislamiento internacional, decidió por su parte proscribir a sesenta diplomáticos norteamericanos y clausurar uno de los consulados estadounidenses en su territorio, al tiempo que emplazó a Londres a sacar a cincuenta funcionarios de su embajada en Rusia.
De manera que el curso político global, como ya esbozábamos a inicios de este análisis, se ha inclinado de manera más profunda hacia el establecimiento de nuevas fisuras planetarias que marcan con mayor nitidez un cuadro similar al vigente en los tiempos de la Guerra Fría, y donde los intereses geopolíticos y absolutistas de una parte de los “contendientes”, por encima de los ideológicos, resultan el filo que propina y ahonda los tajos.
En otras palabras, se trata de que, al decir de ciertos tanques pensantes imperiales, “los Estados Unidos tienen que impedir” la formación de nuevas superpotencias mundiales…y “mostrar la voluntad de usar la violencia en caso de sea necesario”…algo así como, según la infeliz frase de ex presidente George W. Bush: “quien no está con nosotros, está contra nosotros.”
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