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viernes, 22 de noviembre de 2024

Una novela “prohibida” de la Avellaneda

La novela Dos mujeres resultó tan atrevida para su época, que el gobernador colonial de Cuba llegó a dictar una orden prohibiendo su entrada en el país. Sobre esta novela y su autora trara este texto...

Salvador Arias en La Polilla Cubana 08/03/2014
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La obra de la Avellaneda es indispensable para conocer esa fascinante poetisa.

Gertrudis Gómez de Avellaneda, nuestra famosa puertoprincipeña nacida el 23 de marzo de 1814, ahora cumpliendo su bicentenario, tuvo una juventud insólitamente rebelde y activa, si se tienen en cuenta los estrictos moldes fijados a la mujer en la sociedad hispánica del siglo XIX.

Ausente de Cuba desde 1836, antes de cumplir los treinta años ya tenía publicadas en España dos novelas que resultaron francamente escandalosas: Sab y Dos mujeres. Tanto, que el gobernador colonial de Cuba dictó en 1844 una orden prohibiendo la entrada en la isla de las mencionadas obras.

El más o menos dulcificado abolicionismo de Sab tenía que ser considerado “subversivo” por aquel régimen tan empecinadamente esclavista, mientras que a Dos mujeres el Censor Regio la encontraba “plagada de doctrinas inmorales”. Pues aunque la acción de esta última novela ocurría en España y en ella no se presentaba la esclavitud de los negros, los planteamientos de la autora sobre la situación de la mujer en aquella sociedad fueron como el hurgar en una llaga que quizás por muy disimulada resultaba aún más dolorosa.

El argumento de Dos mujeres gira alrededor del típico matrimonio burgués entre dos jóvenes provincianos, Luisa y Carlos, concertado por sus padres desde la niñez. Un viaje de Carlos a Madrid lo pone en contacto con la hermosa y cultivada Catalina, con quien inicia unos amores que descubren, por contraste, la sosa ingenuidad de su legítima esposa. Mas Luisa sigue a Carlos a Madrid y al saber que va a marcharse del país con su amante, decide tener una confrontación directa con esta. Sorpresivamente, la dramática entrevista termina con un acuerdo entre ambas mujeres: la esposa le deja el camino libre a la amante, e incluso cuidará todas las apariencias para evitar el escándalo. Catalina, a última hora, siente escrúpulos de conciencia y se suicida. Luisa se marcha con su esposo al extranjero, pero en el epílogo de la novela nos enteramos del completo fracaso de aquel matrimonio. Y la autora, al final, reflexiona sobre el inexorable vínculo conyugal burgués, que ha hecho igualmente infelices a “la culpable” y a “la virtuosa”, ambas, “acaso también igualmente nobles y generosas”.

No hay que ser muy perspicaz para encontrar detrás del personaje de Catalina a la propia Gertrudis Gómez de Avellaneda. Su biografía de aquellos años nos la presenta en apasionada lucha contra los prejuicios sociales. En su otra novela prohibida, Sab, deja bien claro su opinión del matrimonio al compararlo con la esclavitud:

!Oh!¡Las mujeres!¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otro guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de dueño, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad; pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: en la tumba.

La Avellaneda detestaba al matrimonio como institución burguesa y cuando encontraba al hombre que amaba, no vacilaba en arrojarse en sus brazos. Como pruebas de su determinación al respecto por aquella época están su ardoroso epistolario amoroso y Brenhilde, la hija natural que tuvo del poeta García Tassara en 1845, muerta prematuramente. Precisamente cuando esta hija se encontraba moribunda y el padre ni siquiera se interesaba por ella, Gertrudis le escribe una esquela que demuestra su fuerte temperamento y decisión: “Por Dios, venga usted: yo espero y Brenhilde se muere.  Nadie verá a usted, lo juro. Pero si no vienes, te buscaré, te arrojaré tu hija, moribunda o muerta, en medio de tus queridas de Circo, a la hora que te presentes allí.”

Por eso, en las réplicas de Catalina a la esposa de su amante, más que a un personaje de ficción, creemos estar oyendo a la propia Tula:

Estoy caída, es verdad, ¡Soy culpable a los ojos del mundo, y usted es pura, usted es virtuosa! ¿Qué más quiere usted, señora? Usted en prueba de su amor ha aceptado el honor de llamarse señora de Carlos, de ser respetada como tal. Yo, en prueba del mío he aceptado la afrenta, la reprobación del mundo. ¿Y usted, es la que perdona ostentándose generosa? ¡Y usted es la que viene a perseguirme hasta el fondo de mi retiro, para decirme que no me echa en cara el crimen de haberme inmolado a un sentimiento del cual supo usted sacar tanto honor, tantas ventajas!

Tiene evidente fuerza este personaje de Catalina, mujer culta y decidida que no parece temer a los convencionalismos sociales, con argumentos (casi seguro de  influencia francesa) insólitos en la España de entonces. A pesar de que a última hora flaquea y opta por un suicidio que es una claudicación. Pero que en definitiva, como recalca la Avellaneda, no hace feliz a nadie. Aunque no sea una obra maestra, Dos mujeres es una novela de indudable interés, más bien olvidada y que bien merecería nuevas ediciones.  Es de señalar que por su conflicto central y su ambientación madrileña anticipa otra novela bastante conocida: Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós. Sin  embargo, este último autor contrapone a las dos protagonistas no solo por sus personalidades y nivel intelectual, sino, básicamente, por su extracción social, con lo que consigue darle mayor profundidad al tema.

Esta es la dimensión que se le escapa a La Avellaneda, que no llegó a comprender que la verdadera liberación de la mujer estaba en relación directa con la transformación de toda la sociedad. Por eso, en sus años de madurez buscará un falso reconocimiento dentro del carcomido mundo cortesano madrileño de curas, reyezuelos y académicos.

 En 1846 contrae un controvertido matrimonio con Pedro Sabater, que muere tan solo tres meses después de la boda. En 1855 se casa de nuevo con el coronel Domingo Verdugo, conocida figura política, con el cual regresa a su isla natal, ahora representando al poder colonial.  Así abjurará de sus rebeldías de juventud, y entre ellas, de Dos mujeres, que no consintió fuera incluida en la edición de sus obras completas.  Pero por afortunada ironía, nada extraña en esta contradictoria y vigorosa mujer, la orden de prohibición en Cuba de sus novelas por el régimen colonial constituye hoy día para ella un legítimo timbre de gloria.


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Salvador Arias


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