La música popular bailable no es ajena a los mismos cánones que rigen el resto de las artes, de hecho, resulta técnicamente imposible tal desprendimiento. Hace unos días, un amigo y colaborador de Cubahora me aclaraba ciertos referentes presentes en la obra del reguetonero Chocolate, que evidenciaban un origen genuino y musical incluso de algunos aspectos formales en dicho cantante.
Se trata del ritmo con que Chocolate compone sus temas, con fuertes influencias de los toques campesinos cubanos, así como el posible peso que pueden tener el pasado del autor y sus ancestros en la conformación de un ritmo comercial como el reguetón. Resulta que lazos familiares con connotados músicos, y su vivencia personal como habitante de barrios que son caldos de cultivo de lo bailable, pudieran evidenciar la posibilidad de un Chocolate más cercano al arte y alejado de las «bajandas».
La cultura es así, se trata de un entramado que une todos esos contextos y suele actuar de forma inexorable, autónoma, de hecho, los mecanismos de dominación que se sirven de la guerra simbólica no hacen sino aprovechar lo ya existente. Si Chocolate tiene, potencialmente, la capacidad de ir más allá de las “bajandas” se debe a la fuerza de la cultura como un algo más que alcanza a las bellas artes, pero está inserto en cada acto social querámoslo o no.
Lo bailable se debe a las artes y a la cultura como concepto amplio, tendrá en sí el germen de la tradición y la potencia de lo creativo, aunque el mercado se sirva de tales contextos para vender una agenda conservadora y enajenante. Es una maquinaria que usa las necesidades del artista, lo compromete y luego, si es menester, lo desecha. Recordemos casos icónicos de figuras olvidadas que terminan en el basurero de la historia, a los que se les hace creer que tienen el mundo a sus pies.
La crisis de la música popular es de creación, producción y circulación; ya que aunque no faltan ideas originales, el mercado le da curso a lo que se halla normado, a la vez que restringe la aparición de fórmulas a la ley de oferta y demanda. El público se concibe en esa dinámica como un ente moldeable, al que se le da aquello “que pide”, pero en realidad se le maniata a lo que vende la industria.
Un uso tendencioso de lo popular se desprende de los mecanismos descritos, uno que no desdeña cierta inteligencia ventajista y que tiende a ver el escenario de la música como un coto cerrado, donde solo se alcanza el estrellato pagando y teniendo más dinero para pagar más. En tal sentido, Cuba no escapa a estas descripciones y, por desgracia, hasta hace unos pocos años hubo episodios desagradables al respecto en la propia cúpula administrativa de la cultura.
Por suerte se gana en conciencia acerca de lo que implica la industria en la cultura y es evidente la voluntad para alcanzar un punto alternativo al poder global, que resuelva necesidades materiales y de expresión artística. Trabajar con el hombre, como un ente subjetivo y particular, implica reconocer esa ontología desde los espacios creativos, darle al artista su preponderancia, sin que este deba acudir a mecanismos de supuesta legitimación momentánea, que a la larga lo deslegitiman.
El mercado es cruel y quienes le piden a nuestro Ministerio de Cultura que abandone la regulación y protección de los espacios creativos, no lo hacen desde la defensa de la independencia y originalidad del artista, sino para que la injusta competencia, en un mercado desregulado, establezca sus pautas arbitrarias. ¿Qué pasaría con lo bailable en un escenario neoliberal?, nadie a ciencia cierta puede predecirlo, pero baste decir que estrellas rutilantes como Compay Segundo no hubiesen existido, ya que se privilegia allá la belleza, la juventud, el dinero y un sinnúmero de ontologías anexas.
La posesión material, vista como signo de realización profesional, es la marca de los íconos que vienen de manos de muchos cultores de la música bailable del mercado. Sin ir más lejos, cierto reguetonero que años atrás se tatuó la figura de un gran líder de la izquierda, hoy sostiene un discurso derechista a la vez que llama en las redes sociales a votar no a la Constitución del 2019. Ese mismo, hace alarde de un triunfo que ya lo declara “en libertad” con respecto a las instituciones cubanas que lo impulsaron.
Dicen que dicho reguetonero ahora se colocó un búho en lugar del líder, quizás apropiándose de la ontología del animal, relacionado con la sabiduría (un elemento que en la mente de este sujeto, equivale una vez más al éxito material). Lo que daña no es que se pierda un “palón divino” más o menos, sino que detrás de estos íconos vaya la ideología de la juventud, la cual está en formación y padece de todos los defectos que la ingenuidad y la carencia de experiencia significan.
El filósofo argentino José Pablo Feinmann lo decía recientemente ante una entrevista en la televisión, tenemos que lograr que el personaje de Doña Rosa, ese ser inerte que se traga toda la industria, deje de ser así, y que un día tenga el valor de decir: “esto es basura”. Porque Doña Rosa, como el reguetonero tatuado, no existe, sino que es puesta a existir, vive en un estado de instrumentación.
En lo popular bailable se requiere de ese espíritu avizor, de ese artista activo y crítico de su propia obra, se trata en definitiva de retomar la verdadera ontología del creador. Solo así llegará el pueblo a hacerse de sus propios gustos y conformar una agenda auténtica, eliminando las mediaciones que generan flujos comerciales y ruido en el circuito del consumo cultural cada vez más comercializado.
Doña Rosa, a fin de cuentas, hasta va a estar más agradecida.
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