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viernes, 22 de noviembre de 2024

La Casa del Alma

Cerca del mar, en la esquina de Línea y 14, en el Vedado, una casona agoniza tras el paso de los años, pero aún retiene entre sus muros húmedos y desfigurados la huella de una familia de poetas...

Milena Recio en Cubasí 28/04/2012
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Dulce María Loynaz II
Dulce María Loynaz, Premio Cervantes 1992

 

Cerca del mar, en la esquina de Línea y 14, en el Vedado, una casona agoniza tras el paso de los años, pero aún retiene entre sus muros húmedos y desfigurados la huella de una familia de poetas. 

A sus 91 años, Dulce María Loynaz, Premio Miguel de Cervantes 1992 y una de las más altas voces femeninas de la lírica hispanoamericana, se conmueve inesperadamente cuando le digo que quiero hablar de esa casa.

Esta mujer ha resistido los embates del tiempo, viene de vuelta de muchos caminos, ha disfrutado de grandes honores y también padecido grandes olvidos; sin embargo, yo he visto cómo discretamente vibra, tiembla, llora ante el recuerdo. 

Dulce María y sus hermanos construyeron allí su propio mundo, allí escribieron sus versos y recibieron a distinguidas personalidades literarias como Gabriela Mistral, Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez.

Fueron los árboles y flores de esa casa los que le inspiraron su novela lírica Jardín, obra en la que, al decir de Cintio Vitier, Dulce María despliega “el sentido último de su intuición y su experiencia de lo femenino”.

Su poema “Últimos días de una casa”, publicado en 1958, cierra el ciclo de producción lírica de esta poetisa y sugiere definitivamente la estrechísima relación que entre ambiente, artista y arte se establece.

Su casa era muy concurrida. ¿Había algo especial en ella? 

No, los especiales éramos nosotros mismos, no había ninguna otra cosa. Claro, teníamos adornos, curiosidades, como habíamos viajado mucho teníamos cosas muy bellas. Pero no creo que fuera eso lo que atraía a los que nos visitaban. No eran coleccionistas. Eran escritores, artistas, pintores, un grupo que siempre estuvo muy cerca de nosotros.

¿Qué tenían ustedes de especial?

¡Imagínese usted! ¿Qué teníamos de especial? Nada. Hacíamos versos, escribíamos, nos burlábamos un poco de la gente. Como éramos jóvenes podíamos hacerlo con bastante impunidad. No sé que tuviéramos nada más.

¿Habría podido escribir su novela Jardín con otro paisaje ante los ojos?

Bueno, yo la escribí en esa casa de que hablábamos, donde había un gran jardín. Claro, no es el que describo en la novela; ahí aparece desmesurado, desnaturalizado. El jardín es como el espíritu maléfico del libro.

De haber vivido su juventud en otro lugar, de haber tenido otra familia, ¿hubiera podido usted ser poeta?

El ambiente hace que el poeta se desarrolle o no, pero el ambiente hace poeta al que ya nació poeta.

De Línea y 14, ¿cuál era el lugar que más le gustaba? 

Hace tanto tiempo que perdí de vista esa casa que ya apenas la recuerdo. Además, ha sido tan desfigurada, tan cambiada... tan mancillada, que prefiero no hablar de ella.

¿Qué expresa el hecho de que usted haya cerrado su tiempo de creación poética inspirada precisamente en aquella casona? 

Quizá exprese la nostalgia, porque esta casa donde estamos ahora es muy bella, no hay duda. Es arquitectónicamente correcta, tiene muebles y adornos bellos, pero no tiene alma, no tiene personalidad, tendría yo que darle la mía y ya de la mía me queda poco.

¿Aquella sí tenía alma?

Aquella sí, sin que nadie se la diera la tenía por sí misma.

Cuando salió de allí, definitivamente, ¿qué dejó de su espíritu en ella y qué trajo hacia acá consigo?

En realidad traje muy poco, porque aquí no recuerdo haber escrito nada poético. Allá lo escribí todo. En esta casa mi vida cambió radicalmente. Vine cuando ya había contraído matrimonio. Mi esposo, que me quería mucho y era, como decía él, mi primer admirador, no me daba tiempo para escribir porque su vida era muy distinta y, si yo me había casado con él, tenía que compartirla en tiempo y en todo.

A pesar de no haber hecho usted poesía desde hace muchos años, ¿se siente poeta aún?

Puede que sí puede que no. No me he hecho la pregunta. Lo que sé es que ya no podría escribir nada poético. La poesía que tiene su base en el amor no puede hacerse después de los 50 años. Eso es imposible. La poesía también depende de cosas que no son puramente anímicas, casi diría yo que depende de las hormonas.

Dulce María, ¿en su casa de Línea y 14 solo había alegrías, o también tristezas?

Había de todo. En las casas siempre hay alegrías y tristezas, claro, también depende de sus habitantes. Cuando uno es joven, las tristezas pasan pronto, las alegrías permanecen más. En aquella casa donde éramos cuatro muchachos jóvenes, muy imaginativos, muy capacitados para tener todo lo que era necesario a una juventud inquieta, se respiraba mucha vida, nosotros mismos la llenamos de vida. Cuando nos fuimos, la casa languideció.

¿Cómo eran los domingos?

Muy agradables, porque era cuando recibíamos más visitas; como entre los que iban a vernos no todos tenían libre el resto de la semana, aprovechaban los domingos. Así que era un día muy animado, muy grato. A mí siempre me gustaron las visitas, no fui huraña. Me gustaba recibir personas, atenderlas, sobre todo si eran poetas buenos, porque a los malos era un martirio oírles. Pero, generalmente, eran buenos los que nos visitaban.

En su poema “Últimos días de una casa”, usted menciona las Nochebuenas... 

Eso puede aplicarse tanto a mi casa, como a todas las de mi época. El poema no se refiere exactamente a la mía, es algo con sentido general. Pues en Cuba se celebraban siempre, era una fiesta familiar muy tradicional, incluso había platos tradicionales, oraciones tradicionales; en fin, todas esas cosas que se van perdiendo con el avance de los años y de la civilización.

¿Las viviendas de hoy son diferentes a las de su época?

Son distintas en todo, yo creo que hasta en sus habitantes. Las casas de hoy no sujetan, se dejan como quien deja un par de zapatos.

¿Las casas mueren, Dulce María?

A veces sí, aunque tardan más en morir que los hombres. Pero al fin todo muere...

La falta de calor humano. Porque las casas necesitan del hombre. Si usted cierra una casa y ya no viene nadie más a ella, entonces la casa se muere. Es como si a una planta le quitaran la tierra o le quitaran el agua.

¿Su casa de Línea y 14 podría vivir cuando ya no quedara nada de lo que usted amó allí?

Usted me hace una pregunta que yo me he hecho muchas veces y como yo misma no me la puedo contestar será difícil que se la conteste a usted.

¿Le gustaría que se le recordara en relación con aquel lugar, que los jóvenes digan: aquí vivió Dulce María Loynaz?

Esa es una pregunta inocente. ¿Por qué no se le ocurre algo más interesante?

 

Publicado en Alma Mater 327. Edición especial, 1994.

 


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Milena Recio


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