Impregnada de sus propios misticismos, resplandores y pasiones, la cultura campesina es una sólida pieza en el entramado que autentifica la identidad cubana, desde el surgimiento de lo que la historia da en llamar criollo.
Esta nación, que se pobló fundamentalmente de españoles en los primeros años de su “descubrimiento”, bebió de una forma particular de cultivar la tierra, valerse de sus riquezas naturales para la confección de utensilios, y un aplatanamiento de las costumbres traídas de la península ibérica.
Así el clima tropical dio nueva forma a las expresiones coloquiales, la manera de vestir y la aprehensión de los géneros artísticos tradicionales, hasta los más encumbrados, para expresar lo común, lo maravilloso, o lo inatrapable de la vida cotidiana.
La décima fue una de esas fuentes que corrió entre los palmares, y en algún que otro bohío —y hasta casa solariega—, plasmó la riqueza natural, el imaginario, los juegos que pasaron a ser tradicionales, peleas de gallos, fiestas a la luz del quinqué, el cerdo asado, el aguardiente para calentar los ánimos, la sabrosa y colorida fruta que empalaga hasta el alma… Y el ajiaco se coció a fuego lento.
UN BARDO PARA LAS TUNAS
En un rincón del Oriente cubano se irguió la finca El Cornito, bañada por las aguas del río El Hórmigo y a la sombra de las cañas bravas. Allí Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, quien nació el primero de julio de 1829, cantó a su amada Rufina con el ritmo sonante de la décima.
También el paisaje nutrió la inspiración del bardo. Entre el trinar del sinsonte y la melodía del tres, sus letras se alzaron para cantar al terruño. Montuno y lisonjero alimentó su lira del mestizaje al autonombrarse El Cucalambé, en alusión a cierto baile de negros que adoptó como seudónimo festivo.
A la edad de 32 años, el autor de Hatuey y Guarina desapareció de la ciudad de Santiago de Cuba, donde se estableció con su esposa en busca de mejores condiciones económicas.
Quizás el halo de misterio que rodean su persona y sus últimos años de vida, le hicieran más notable, pero lo cierto es que, para conocedores o menos entendidos, figura como el más destacado cantor de la espinela durante el siglo XIX cubano.
DÉCIMA Y TRADICIÓN A LA MESA
Fue en el año 1964 que el convite comenzó a tejer caminos. Jesús Orta Ruiz (El Indio Naborí), José Ramírez Cruz, Ramón Veloz y Manuel Fernández, escogieron a El Cucalambé como principal agasajado en una fiesta que debía tener como centro a la cultura campesina.
Desde el primer gran guateque, la décima encontró tierra fértil en Las Tunas, en las mismas márgenes de El Hórmigo al que versificó el poeta, y donde El Cornito era mucho más que ruinas.
Esculturas en homenaje al bardo, al hombre del campo y sus estampas poblaron el lugar. El tres inundó el aire con nuevos trinos, mientras los poetas de una nueva época cantaban a otra Guarina: a la flor de Virama, que todavía embellece el guateque.
Largo ha sido el camino, ya cinco décadas le hablan de sombras, de luces que se mueven entre el centro histórico de la ciudad y los rumores aun tiernos de la campiña que alberga al evento.
Entre sombreros de yarey, guayaberas, pañuelos azules y rojos, la controversia cobra valor al tiempo que el pie forzado cuenta de la evolución de lo que Naborí llamara la fiesta suprema del campesinado cubano.
Concursos nacionales como el de repentismo Justo Vega, el de décima escrita El Cucalambé, y el de glosa Canto alrededor del punto, movilizan a buena parte de la vanguardia creativa del país.
Intelectuales y estudiosos de la espinela se dan cita en el Coloquio Iberoamericano de la Décima y el Verso improvisado, al tiempo que la cultura material campesina compite en el Salón nacional de paisaje, décima ilustrada y artesanía popular.
El trabajo es arduo, pues durante doce meses la Casa Iberoamericana de la Décima El Cucalambé y el Centro Provincial de Casas de Cultura, con la colaboración de otras instituciones locales, participan en las Cucalambeanas de base recogiendo los mejores retoños para el guateque mayor.
Los talleres especializados de repentismo infantil en los ocho municipios tuneros, la Escuela Profesional de Arte El Cucalambé, más el movimiento aficionado también trabajan todo el calendario en el cultivo de los valores del campesinado en sus más variadas formas.
Al final, no se trata de laborar para una fecha, sino de la convicción de que las tradiciones campesinas poseen una vida especial que sabe crecer cuando el abono es cálido y constante.
Quizás a esa constancia se debe la permanencia de la Jornada Cucalambeana entre los acontecimientos que distinguen y alimentan la fuerte raíz de la cultura cubana.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.