La ciudad es un sitio lleno del llamado horror vacui, una especie de escenografía a ratos irreal y única para que las figuras se expongan bajo la luz crítica de todos los públicos. En la primera Bienal de La Habana que presencié, una manada (¿se dirá así?) de cucarachas casi me cae encima, eran enormes, de metal y trepaban por una pared. Fue el Premio Nacional de Literatura Eduardo Heras León quien dijo, en una de las clases a las que asistí allá por 2008, que en Cuba Kafka sería un autor costumbrista.
A ese escenario vamos, en medio de obras que cobran la vida de sus contextos, donde las lecturas devienen en acercamientos a nosotros mismos. Nada tiene valor sin que exista ese acto deconstructivo, de recepción, mucho menos cuando se habla de artes visuales que, ya ha sucedido a lo largo de la historia, dicen de una forma a veces indirecta e incómoda. Válido pues el uso de la ciudad como contexto para la vivencia.
Un joven amigo, artista plástico e instructor de una Casa de la Cultura de Remedios, vio cómo su obra, luego de posicionarse en el horror vacui, tomaba un cariz imprevisto. Incluso una tesis, por centrada que esté, puede asumir otras variantes en el camino de los contextos, de la diáspora urbana. La ciudad tiene la magia de darle vida a las cosas, se trata de un animismo propio solo de contextos intelectuales.
Carpentier, el cronista de lo real irreal (y de lo irreal real) hablaba de esos contextos, tanto en sus libros de ficción como en los ensayísticos, allí se define bien por qué una figura comienza a ser otra cosa de sí misma. Tal metamorfosis de la ciudad la vivió y poetizó Arthur Rimbaud, quien se trasladó del interior de Francia hasta París y escribió: “Yo es otro” (metáfora sólo apropiada en un contexto expositivo y mágico). En uno de los cuentos icónicos de la modernidad “El hombre de la multitud”, Edgar Allan Poe, narra la existencia de un personaje que cobraba sentido en el contexto citadino.
Un remediano, más que nadie, conoce cómo la ciudad transforma la obra de arte, pues hemos vivido por casi 200 años la posibilidad de las parrandas, espectáculo total y citadino, que admite todo tipo de temáticas y las resignifica a partir de la participación popular activa y crítica. A lo largo de esta marcha alrededor de la Plaza Isabel II y de las dos iglesias católicas, los portales coloniales, las columnas eclécticas y la silueta de la Libertad de Remedios (estatua que se resignifica de forma constante), los lugareños apostamos por un fenómeno equivalente a la Bienal, donde se sabe dónde comenzará lo expositivo, pero nadie predice los meandros de la crítica posterior.
Sin demeritar el contexto rural, con su forma original y pausada, la ciudad se traga todo concepto y lo regurgita en amalgama de entregas dispares, en una asimetría que entraña el verdadero aporte del artista al devenir estético.
Cuando me hablan de la Bienal de La Habana recuerdo la escenografía de los cuadros de Rembrandt, elemental, pero lista para resignificar la figura, para darle la jerarquía que merece, o sea, que el arte nada a sus anchas y asume la justicia de los públicos, esos que saben elegir, entre tantos proyectos, aquellos más críticos, reales en el sentido de una razón que no se encierra en sí misma.
El arte de la multitud, como el hombre del cuento de Poe, asume el ropaje de la ciudad y es otra cosa de sí mismo, por ello es válido que preservemos el cariz único de tales contextos y a la vez los democraticemos más. Si bien lo visual tiene derecho a ser elitista, anotamos el deber de referenciar una propuesta responsable y profesional. La Habana tendrá mucha luz, pero genera la sombra saludable de la Bienal.
Mi amigo, el joven artista plástico, volvió a Remedios lleno de otros significados, de otras exposiciones, quizás hasta diferente como ser. Su yo se tornó otro, aunque fuera por unos días. Y a ese arte comprometido con la exigencia hay que volverse, en tiempos en que el mercado todo lo abarata, lo compra, lo desplaza. El espacio de la Bienal, más allá de su efecto como evento cultural, genera contextos semánticos donde se expresa la actitud más creíble de la nación, la del intelectual participativo.
Carpentier hablaría de estos contextos como si fuesen potencias metafísicas, y de hecho, la Bienal le da una ontología (un ser existente) distinto a cada cosa. Como mismo sucede con nuestras parrandas remedianas, donde no se concibe el trabajo de plaza (instalaciones inmensas, de luces eléctricas, movimiento e historias), sin el campanario de la Iglesia Mayor San Juan Bautista, hecho por el Maestro Louis Rolland. El artista plástico piensa su concepto, y la recepción, la ciudad, lo diseccionan.
Si el animismo y la magia tienen una terrenalidad, habría que verlos en dichos contextos, tan únicos que es totalmente aceptable que una manada (¿?) de cucarachas me cayera encima, desde una pared del Museo Nacional de Artes Visuales. También desde la perspectiva de que acompañemos una carroza romana, donde podemos dialogar con los vicios del emperador Calígula, vistos a la luz del presente. Una y otra, la Bienal y las parrandas, son manifestaciones cubanas de la grandeza de los contextos.
Lo visual quizás no sea sólo visual, a eso nos referimos en la necesidad de que los espacios se preserven como reservorios de pensamiento, ya sea un pedazo de malecón habanero o la aguja de una iglesia remediana que juega con las luces efímeras.
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