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jueves, 26 de diciembre de 2024

Gabriel descubrió un mundo que siempre estuvo ahí

“Cien años de soledad” 50 años después de su publicación...

Clara Lídice Valenzuela García en Exclusivo 06/08/2017
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Gabriel García Márquez
“Cien años de soledad” es la vida de la gente que nació y murió en los pueblos del Caribe colombiano

“Cien años de soledad”, la obra cumbre de la literatura latinoamericana del siglo XX, deviene homenaje de palabras de Gabriel García Márquez a las mujeres y hombres que, cada uno a su manera y como puede, convierten sus tierras en cuna de historias, verdaderas o inventadas, pero siempre aupadas por la imaginación y por el paso de los años.

Cuando se llega a la empobrecida Aracata, donde nació el autor de la novela que le valió el Premio Nobel de Literatura en 1982, da la impresión de que ya se estuvo allí, que nada nuevo va a encontrarse en las tierras sin asfalto, en el río pedregoso, en las casitas de madera y zinc, en el parque central con su iglesia acompañante.

Ese pueblo, al que se llega por una carretera polvorienta lo mismo en un autobús refrigerado que en una camioneta con ventanillas tapadas con nailon contra la lluvia, con la música vallenata a grito pelado —hablamos de la llamada chiva—, posee la misma hilera de ancianos sentados en bancos en espera de la vida y de la muerte y los mismos chiquillos descalzos que juegan con pelotas de trapo.

Es un espacio de medios vivos y medios muertos en Colombia, pero igual pudo encontrarlos en aquellos años en que pensaba su novela en Perú, en Chile, en Venezuela, en Ecuador, en Nicaragua, en Brasil. La memoria de América Latina es una, y es única.

“Cien años de soledad”, publicada hace 50 años, es la historia de los pueblos pequeños de una región donde viven más de 600 millones de personas; y de sus locos y sus sabios, de sus guerras sociales por la tierra y por los minerales; son los pueblos de los muertos de hambre, de las casuchas sin luz, de los mudos de la literatura, de los desconocedores de los avances de la ciencia y la tecnología. De los que saben lo que es un médico, pero nunca lo han visto; de los ciegos de cataratas vacías, de los que no reconocen sus letras, porque no saben escribir.

Cada pueblo latinoamericano tiene historias por contar. La sagacidad de García Márquez fue brindarle las dosis exactas de exageración a la magia de cada uno de los muchos recovecos vivenciales del Caribe. El había nacido el 6 de junio de 1927 en el meollo de su novela con el nombre de Gabriel José de la Concordia. Las vivencias, propias y ajenas, las halló cuando caminó las tierras planas vendiendo biblias, cuando bailó vallenato con aquellas muchachas de torso alto y elegancia de salón francés. Y tomó aguardiente y se hizo amigo de gente muy pobre y de gente muy rica. Nada le resultaba extraño a ese hombre que tuvo una familia que hablaba con los muertos y reía con los vivos.

Si Gabriel no hubiese vivido en el Caribe nunca le hubiese nacido esa novela. Porque solo allí, en las luchas de las haciendas bananeras pueden escucharse los latidos de los corazones fallidos e inquietantes que luego dibujó en palabras.

Son esas las tierras donde las jóvenes de buena familia se mecen en sillones mientras se chupan el dedo gordo de la mano, andan descalzas por los mosaicos y se bañan en grandes tinas al aire libre por las noches, mientras los bardos con guitarras y acordeones todavía cantan penas de amor de bar en bar hasta que caen muertos por el desencanto.

“Cien años de soledad” es la vida de la gente que nació y murió en los pueblos del Caribe colombiano: Aracataca, al que se quiere identificar con Macondo, Santa Marta, donde murió Simón Bolívar, Valle de Upar, cuna de Rafael Escalona y donde se hacían las grandes parrandas y las borracheras amenizadas por el vallenato; tierra donde reinó la infortunada cacica Consuelo Araújo, amiguísima de Gabriel y de presidentes de la República; Cartagena de Indias, con sus grandes periodistas, escritores, poetas y músicos.  

García Márquez, su familia y los pueblos que se imbricaron en su juventud vistos por un ojo exagerado que vio la grandeza de lo que a otros muchos resultó inadvertido, y que todavía no encuentran entre el fango de la ciénaga, el circo ambulante, la damita enamorada que voló de su patio envuelta en una sábana huyendo de los chismes de quienes sabían que tenía un amante secreto.

La narración oral y los cuenteros que siempre existieron y existirán es la materia prima de esta novela que conserva la memoria histórica de los pueblos del Sur, la de los que se fueron para que la conozcan los que vendrán.

Este avezado periodista, que gustaba de la prosa poética, pero objetiva y sin concesiones a la parafernalia lingüística, supo identificar los signos de la magia memorística de las poblaciones.

Verdades y mentiras, hechos reales o ficticios, narraciones con dosis de ponderación en espera de ser escuchados, o leídos, y a la vez transformados y embellecidos. Eso hizo García Márquez. La vida toda recogió en sus conversaciones de hoteles, de bares, de tertulias, de amigos y familiares.

Siempre habrá que estarle agradecidos a este colombiano fallecido en 2014 por dejarnos esta obra de memoria colectiva magnificada por su genio. En su escritura reflejó un lugar solo, una historia que parecía única, pero repetida, con mayores o menores acercamientos, en otros miles de otros lugares iguales. O al menos, muy parecidos. Es el Sur, Gabo, es el Sur.


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Clara Lídice Valenzuela García

Periodista


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