Tengo varios amigos instructores de arte, uno de ellos, Fidel Galbán Ramírez, era graduado de la primera hornada que estudió en el Hotel Comodoro de La Habana. También conozco académicos del mundo artístico que practican abiertamente una política de exclusión con respecto a los instructores, a quienes les niegan la capacidad de devenir en artistas, sin que medien estudios serios ni razones de peso.
Fidel Galbán, ya fallecido, dejó una impronta única en el teatro para niños del país, cosa que hizo además desde Remedios y con poquísimos recursos. En su caso, el reconocimiento institucional demoró y fueron más los sinsabores que los premios. Mi amigo, el joven pintor Reinier Luaces, reside en un pueblito aledaño a Remedios, de apenas unas 20 casas y sin embargo se aventuró en una obra pictórica con aspiraciones serias, de proyección universalista. En este último caso también ha pesado el prejuicio contra los instructores, además de la geografía.
No se hace arte desde el prejuicio, ni sale nada innovador desde supuestos excluyentes que tiendan a privilegiar solo aquellos discursos emparentados con el poder académico y del mercado. Se sabe que hoy, jóvenes con talento para el discurso artístico, no buscan desplegar una obra en el país, ni siquiera pertenecer a un movimiento que privilegie al arte independiente, sino simple y llanamente vender.
En el horizonte juvenil está el viaje como súmmum del éxito, por encima de premios, galerías, críticas o exposiciones, incluso se prefiere ser un desconocido en el ámbito cubano, mientras se busca un mecenazgo efectivo en el afuera. Dicho discurso anti institucional, descarta también la militancia en la sociedad civil artística, a la que se le ha querido denigrar bajo los manchones de “pro oficial”.
En ese contexto, el instructor por lo general conforma la plantilla fija de alguna Casa de Cultura y, a la vez que hace una labor de sensibilización y enseñanza, saca tiempo libre y dinero (de la nada) para pintar, exponer, vertebrar su discurso auténtico en medio del panorama desleal de la competencia hecha desde el mercado.
No es raro que esas carreras de los instructores se descarrilen o que deriven a la venta de “candonga” en una feria de artesanías, ya que, en efecto, la institución, prejuiciada, priorizó a aquellos que, viniendo de una academia, harían una obra sólida en Cuba. Dicha proyección deja muy pocos espacios funcionales y justos para el instructor.
Sumémosle a ello el carácter de “casa tomada” de algunas instituciones, las cuales en ocasiones funcionan como agencias de viaje y promoción privadas de personas o grupos, con el consiguiente daño a otros y la noción de poca limpieza que se desprende. Todo ello, la exclusión, la falsedad, el interés mercantil, conspiran contra el surgimiento de una vanguardia cubana real, que nos traiga lo mejor del mundo y lleve afuera lo más creativo del país. Asistimos al atentado contra una dinámica pensada de manera justa y para que todo el que tenga talento y voluntad de trabajo vea sus resultados valer.
No se trata de perseguir el arte independiente, que debe y tiene que mantenerse como condición sine qua non, sino de allanarle el terreno a aquellos con menos recursos, graduados de academias no elitistas, promover mediante la crítica eficaz el talento fehaciente y prometedor. O sea, el funcionamiento de las instituciones tal y como se fundó desde un inicio, contra capellanías, pillajes mercantiles y competencias desleales basadas en el lobismo y la componenda.
Un instructor, aunque no se así en todos los casos, tiene que aspirar a ser artista. Eso no es nuevo, ya que tampoco todos los que se gradúan de las escuelas superiores suelen alcanzar la categoría creadora. No se es por decreto ni diploma, no existe la licencia para ejercer el criterio sensible, ya que ello proviene de entrañas humanas que la ley y el mercado no saben ni pueden mensurar.
Ahora mismo hay un fenómeno que quizás no afecte a ningún instructor de arte, por tratarse de algo acontecido en el mundo de las letras exclusivamente: la dejación de premios desiertos, lo cual se lee a nivel cultural como una “crisis” no solo creativa, sino educacional del pueblo cubano. Se querría así, darle un mentís al logro inimitable de Cuba como un país lleno de talento, obras de valor y además, con un sistema institucional justo que privilegia la expresión aunque provenga de las clases más humildes.
No es la vez primera que se quiere contraponer al artista con la institución, mediante el manejo de los hilos en contra de la fortuna normal de la obra valedera. Ello genera, además de apatía, resquebrajamiento de discursos alternativos a determinados poderes enquistados y reaccionarios, a la vez que el manejo de los espacios existentes en función de intereses personales y espurios. También es una forma de eliminar, por decreto, la competencia, aunque ello demerite a la institución.
La exclusión de los instructores del sistema de los “éxitos” institucionales ha sido otra manera de denigrar la cultura, de decirle al mundo que la juventud creadora cubana no tiene nada que decir o que no la dejan decir. En esa conspiración, velada y abierta, participan no solo reales enemigos de la Revolución, sino elementos confundidos que ven con distorsión el presente y se ideologizan desde la derecha.
Mientras está en marcha este silencio de mil caras, leo en diversos sitios adversos a Cuba, un discurso difamatorio realizado por “críticos” y “escritores” de algún éxito, el cual asegura que en Cuba terminaron el arte y la literatura. Uno de ellos se benefició del sistema que ahora denigra, y es famoso por un doble discurso que fue capaz de alabar al Che Guevara y denostarlo, en dependencia del pagador de turno.
Según repiten, el país cuenta a lo sumo, con dos autores serios en la literatura y con la mayor parte de sus artistas plásticos viviendo en lo que llaman “el exilio”. La repetición no convierte una mentira en verdad, pero la maquilla bastante bien.
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