Conozco un Gabo de historias: cabellos oscuros que crecen cual raíces sobre una tumba, el amor de Florentino Ariza esparcido por montes y llanuras, difícil de vencer en los tiempos del cólera, capaz de alcanzar a la anhelada Fermina Daza y abrazarla “toda la vida”. Recuerdo cuando aprendí el significado del vocablo Alquimia, más allá de Paracelso y los experimentos antiguos.
Conozco un Gabo de tropelías por El heraldo de Barranquilla, las imperdibles crónicas de cine en El Espectador o los cuentos publicados en la revista El Mito. Sé de un gran periodista, descontento con la superficialidad de los clásicos: ¿qué? , ¿quién?, ¿dónde? y ¿cuándo?. Hacedor de ¿cómo? y ¿porqué?.
Conozco a un Gabo laureado con el Nobel en 1982. “Por primera vez un premio de literatura justo”, diría el colega Juan Rulfo. Estremeció aquel discurso pronunciado ante la Academia Sueca. Lejos de autohalagarse por mèritos alcanzados y victorias de lectoría tras las ediciones de Cien Años... habla el colombiano de una soledad más cruel y larga que las Ursulas y los José Arcadios, la soledad de América Latina.
Conozco un Gabo de remembranzas, esas que nunca dejan olvidar de dónde venimos, cual quintaesencia nuestra. Me presentaron al trigueño con el pelo ensortijado, amante del circo y las películas, al pequeñín de la abuela Tranquilina Iguarán, supersticiosa y mágica, nieto también del coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días.
Una tarde de mayo descansé bajo la sombra del árbol de Macondo. Recién comenzaba a enamorarme de quien puso sus hojas en mis manos y, al verme confundirlo con una ceiba dijo: “Pertence a familia de las bombáceas; se ha hecho famoso debido a cierta novela que seguro ya leíste”.
Tal vez por primera ocasión el estudioso de los bosques consiguió que prestara asunto a la botánica, mientras, yo, absorta, lograba al fin entender por qué, al volver al natal Aracataca, el hijo de Luisa Santiaga Márquez, rebautizó a su pueblo caluroso y polvoriento para dar abrigo a la saga de los Buen Día.
Dos años despúes, evoco aquel suceso y es imposible restarle poesía. ¿Qué diría el Gabo que conozco, justo hoy, cuando marzo cuenta el sexto sol, fecha para celebrar otro cumpleaños? No importa que el cuerpo haya sido de la tierra arrabatado, alguien pide permiso y lugar para también recordarlo. Ella lo vio mucho antes, leyó sus páginas.... Se llama Cuba y tuvo su impronta en el regazo.
Conoce Cuba otro Gabo, que es a la vez, el mío. Un Gabo amigo. El narrador de lo vivido por los esposos Villamizar en Noticia de un Secuestro y demostró que, a los 90 años, cualquiera aún puede amar a sus “putas tristes”. Fue él, responsable de tantas noches de insomnio ante el embrujo de sus libros, que el pueblo todavía persigue en bibliotecas, plazas, ferias.
Conoce Cuba al nombrado director de la Agencia Prensa Latina en 1959, uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine y Televisión, en San Antonio de los Baños, defensor de la soberanía de esta Isla en cualquier arena, desde los comienzos.
Por más de una década, Estados Unidos le negó visa, entre otras razones, por filiación comunista. Recientemente ha sido develado el archivo que por años le mantuvieron abierto los Servicios de Inteligencia, debido a su entrañable cercanía con el Líder de Revolución Cubana.
Y es verdad. Aquí vino una vez, y regreso siempre. Permaneció durante un mes, muy cerquita del teléfono en el Hotel Nacional a la espera de confimar la petición ansiada: el primer encuentro con Fidel. Dicen que pasearon por la capital en el jeep del Comandante, conversaron sobre libros y la crisis alimentaria.
´´Este es el Fidel Castro que creo conocer, al cabo de incontables horas de conversaciones, por las que no pasan a menudo los fantasmas de la política(...) Una noche, mientras tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi tan abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que por un instante me pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: "Pararme en una esquina", escribió al perfilar al hermano barbudo.
Así, como conoció a mi gente, a Fidel, creo conocer también a Gabriel García Márquez. Lo noto descender por una escalera en los jardines del Liceo Artístico y Literario de La Habana. Y se humaniza el bronce de la escultura tallada por Villa Soberón. Miro sus ojos profundos, quiero pensar que se cruzan con los míos, pero él ve mucho más, contempla el infinito.
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