Vagando por parajes viejohabaneros, cual es su costumbre inveterada, este emborronador de cuartillas se ha dado de boca con una humilde placa adosada a un edificio, en la calle Empedrado, entre Compostela y Habana. Allí se nos informa, sucintamente, que en tal lugar vio la luz primera Tomás Romay y Chacón, el 21 de diciembre de 1764.
Al leer la inscripción, recordamos ipso facto que con el último caso, reportado en Somalia durante 1977, la humanidad se vio libre de uno de sus azotes más despiadados: la viruela.
Y el habanero que esta tarja nos evoca, en mucho contribuyó para que la Isla se viese libre de esa enfermedad de pesadilla.
Los antecedentes
Es un mal cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, como diría un cronista cursi. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, ha matado a más personas que todas las demás enfermedades infecciosas juntas.
Ya hace tres milenios que los chinos, con terror, describieron a la viruela. En la India, antiquísimos textos sánscritos hablan del flagelo.
Por su parte, a los especialistas que examinaron la momia del faraón Ramsés V (muerto en 1157 a.n.e.)les esperaba una sorpresa. Cuando reconocieron al cadáver pudieron advertir, sin lugar a dudas, las típicas marcas que la enfermedad deja en la piel.
Desde el siglo VI antes de nuestra era, los chinos ejecutaron la práctica que se conoce como “variolación”, consistente en exponer al aire pus de un enfermo, para amortiguar la virulencia del microbio, e inocularlo en una persona sana, como medida preventiva.
Junto con el látigo de encomendero, la viruela fue un factor determinante en el extermino de nuestros aborígenes, quienes nunca padecieron de ese mal, traído por los invasores europeos.
Dando un gran salto en el tiempo, nos encontramos con el médico inglés Edward Jenner (1749-1823).
Polifacético, Jenner tocaba el violín, escribía versos y, como naturalista, estudiaba los hábitos de anidamiento del cuco. A los trece años ya es aprendiz con el cirujano de su vecindario, y se graduará de médico.
Sus dotes de observador le permiten notar que las personas atacadas por la viruela vacuna –enfermedad benigna-- nunca contraen la viruela humana.
Poco después, ya un habanero anda recorriendo los campos de Cuba, en busca de reses contaminadas con la viruela vacuna. Él sigue, entre nosotros, los pasos de Jenner.
Nuestro héroe
Tomás José Domingo Rafael del Rosario Romay y Chacón se doctoró en Medicina en la universidad habanera, cuando transcurría 1792, y perteneció a las filas de la progresista Sociedad de Amigos del País.
Muy al tanto de los avances médicos de su época, aprovecha la llegada de unos niños procedentes de Puerto Rico, que habían recibido la vacuna, y logra empezar a propagarla, con el método de “brazo a brazo”.
Mas su noble empeño transitaría por un camino no exento de obstáculos. Viejos estereotipos, ideas obsoletas y hasta credos oscurantistas estorbaban su labor.
¿Cómo demostrar a aquellas gentes reacias que el método era un recurso eficaz para burlar a ese terrible mal, que cuando no mataba desfiguraba sin remedio?
El médico tomó una resolución heroica: vacunó a sus propios hijos y más tarde los inoculó con pus extraído de las llagas de un enfermo.
San Cristóbal de La Habana, como si fuese un solo hombre, aguardaba el resultado del desesperado experimento.
Pero los niños se mantuvieron indemnes a la enfermedad, haciendo travesuras como de costumbre, y Romay ganó su batalla en pro del bien común.
Durante 31 años presidió Romay la Junta Central de la Vacuna, institución que logró inmunizar a 311 mil personas en toda la Isla.
Gracias a estos esfuerzos –como anota el historiador Pedro M. Pruna--, ya a fines del siglo XIX la viruela era una enfermedad rara en Cuba.
Comadres y compadres, anoten el dato con orgullo de cubanos: sólo seis años después de que en la lejana Inglaterra Jenner iniciase sus búsquedas, ya un coterráneo nuestro, héroe de la paz, estaba dando su batalla en bien del prójimo.
Él fue de los que comenzaron a hacer patria.
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